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LECTURAS PARA PENSAR
"... pasear con Dante, reír con Moliére, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecer ante el David, la Cena o el Partenón". [...]
Giuseppe Ingegnieri, más conocido como José Ingenieros, irrumpe en el escenario intelectual con aires de época, con todo el modernismo a cuestas, en un país compuesto por una gran masa de inmigrantes, como lo era la Argentina de comienzos del siglo XX. Sus armas, las ideas socialistas, aportarán de forma trascedental al estudio de la idiosincracia de nuestra tierra.
I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL
Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal.
Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone a lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento.
Innumerables signos la revelan: cuando se te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta a Sócrates, la cruz izada para Cristo y la hoguera encendida a Bruno; -cuando te abstraes en lo infinito leyendo un diálogo de Platón, un ensayo de Montaigne o un discurso de Helvecio; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual fortuna de esas pasiones en que fuiste, alternativamente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota; -cuando tus sienes se hielan de emoción al declamar una estrofa de Musset que rima acorde con tu sentir; -y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime virtud de los santos, la magna gesta de los héroes, inclinándote con igual veneración ante los creadores de Verdad o de Belleza.
Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan frente a una aurora o cimbran en una tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reír con Moliére, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecer ante el David, la Cena o el Partenón. Es de pocos esa inquietud de perseguir ávidamente alguna quimera, venerando a filósofos, artistas y pensadores que fundieron en síntesis supremas sus visiones del ser y de la eternidad, volando más allá de lo real. Los seres de tu estirpe, cuya imaginación se puebla de ideales y cuyo sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera, forman raza aparte en la humanidad: son idealistas.
Definiendo su propia emoción, podría decir quien se sintiera poeta: el Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección. Así.
II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA
Los filósofos del porvenir, para aproximarse a formas de expresión cada vez menos inexactas, dejarán a los poetas el hermoso privilegio del lenguaje figurado; y los sistemas futuros, desprendiéndose de añejos residuos místicos y dialécticos, irán poniendo la Experiencia como fundamento de toda hipótesis legítima.
No es arriesgado pensar que en la ética venidera florecerá un idealismo moral, independiente de dogmas religiosos y de apriorismos metafísicos: los ideales de perfección, fundados en la experiencia social y evolutivos como ella misma, constituirán la íntima trabazón de una doctrina de la perfectibilidad indefinida, propicia a todas las posibilidades de enaltecimiento humano.
Un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfectible; para que sirva, debe ser concebido así, actuante en función de la vida social que incesantemente deviene. La imaginación, partiendo de la experiencia, anticipa juicios acerca de futuros perfeccionamientos: los ideales, entre todas las creencias, representan el resultado más alto de la función de pensar.
La evolución humana es un esfuerzo continuo del hombre para adaptarse a la naturaleza, que evoluciona a su vez. Para ello necesita conocer la realidad ambiente y prever el sentido de las propias adaptaciones: los caminos de su perfección. Sus etapas refléjanse en la mente humana como ideales. Un hombre, un grupo o una raza son idealistas porque circunstancias propicias determinan su imaginación a concebir perfeccionamientos posibles.
Los ideales son formaciones naturales. Aparecen cuando la función de pensar alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse a la experiencia. No son entidades misteriosamente infundidas en los hombres, ni nacen del azar. Se forman como todos los fenómenos accesibles a nuestra observación. Son efectos de causas, accidentes en la evolución universal investigada por las ciencias y resumidas por las filosofías. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar es un punto en el cosmos; en ese punto es un simple detalle el planeta que habitamos; en ese detalle la vida es un transitorio equilibrio químico de la superficie; entre las complicaciones de ese equilibrio viviente la especie humana data de un período brevísimo; en el hombre se desarrolla la función de pensar como un perfeccionamiento de la adaptación al medio; uno de sus modos es la imaginación que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados posibles y abstrayendo de ella ideales de perfección.
Así la filosofía del porvenir, en vez de negarlos, permitirá afirmar su realidad como aspectos legítimos de la función de pensar y los reintegrará en la concepción natural del universo. Un ideal es un punto y un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el tiempo.
Evolucionar es variar. En la evolución humana el pensamiento varía incesantemente. Toda variación es adquirida por temperamentos predispuestos; las variaciones útiles tienden a conservarse. La experiencia determina la formación natural de conceptos genéricos, cada vez más sintéticos; la imaginación abstrae de éstos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que pueden ser hipótesis acerca del incesante devenir: así se forman los ideales que, para el hombre, son normativos de la conducta en consonancia con sus hipótesis. Ellos no son apriorísticos, sino inducidos de una vasta experiencia; sobre ella se empina la imaginación para prever el sentido en que varía la humanidad. Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el pasado y el porvenir.
Los ideales pueden no ser verdades; son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos efectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identifica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y con el instrumento natural de todo progreso humano.
Mientras la instrucción se limita a extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen propicios a la perfección.
El concepto de lo mejor es un resultado natural de la evolución misma. La vida tiende naturalmente a perfeccionarse. Aristóteles enseñaba que la actividad es un movimiento del ser hacia la propia "entelequia": su estado de perfección. Todo lo que existe persigue su entelequia, y esa tendencia se refleja en todas las otras funciones del espíritu; la formación de ideales está sometida a un determinismo, que, por ser complejo, no es menos absoluto. No son obra de una libertad que escapa a las leyes de todo lo universal, ni productos de una razón pura que nadie conoce. Son creencias aproximativas acerca de la perfección venidera. Lo futuro es lo mejor de lo presente, puesto que sobreviene en la selección natural: los ideales son un "élan" hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del devenir.
A medida que la experiencia humana se amplía, observando la realidad, los ideales son modificados por la imaginación, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia e imaginación siguen vías paralelas, aunque va muy retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis vuela, el hecho camina; a veces el ala rumbea mal, el pie pisa siempre en firme; pero el vuelo puede rectificarse, mientras el paso no puede volar nunca.
La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real hacia su perfección, ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad: el libre albedrío es un error útil para la gestación de los ideales. Por eso tiene, prácticamente, el valor de una realidad. Demostrar que es una simple ilusión, debida a la ignorancia de causas innúmeras, no implica negar su eficacia. Las ilusiones tienen tanto valor para dirigir la conducta, como las verdades más exactas; puede tener más que ellas, si son intensamente pensadas o sentidas. El deseo de ser libre nace del contraste entre dos móviles irreductibles: la tendencia a perseverar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia a aumentar el ser, implicada en la variación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso.
En todo ideal, sea cual fuere el orden a cuyo perfeccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad: "es una idea fija o una emoción fija". Como propulsores de la actividad humana, se equivalen y se implican recíprocamente, aunque en. la primera predomina el razonamiento y en la segunda la pasión. "Ese principio de unidad, centro de atracción y punto de apoyo de todo trabajo de la imaginación creadora, es decir, de una síntesis subjetiva que tiende a objetivarse, es el ideal" dijo Ribot. La imaginación despoja a la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los moldes de perfección que concibe más puros. Los ideales son, por ende, reconstrucciones imaginativas de la realidad que deviene.
Son siempre individuales. Un ideal colectivo es la coincidencia de muchos individuos en un mismo afán de perfección. No es que una "idea" los acomune, sino que análoga manera de sentir y de pensar convergen hacia un "ideal" común a todos ellos. Cada era, siglo o generación puede tener su ideal; suele ser patrimonio de una selecta minoría, cuyo esfuerzo consigue imponerlo a las generaciones siguientes. Cada ideal puede encarnarse en un genio; al principio, mientras él lo define o lo plasma, sólo es comprendido por el pequeño núcleo de espíritus sensibles al ritmo de la nueva creencia.
El concepto abstracto de una perfección posible toma su fuerza de la Verdad que los hombres le atribuyen: todo ideal es una fe en la posibilidad misma de la perfección. En su protesta involuntaria contra lo malo se revela siempre una indestructible esperanza de lo mejor; en su agresión al pasado fermenta una sana levadura de porvenir.
No es un fin, sino un camino. Es relativo siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende a realizarse no depende de su verdad efectiva sino de la que se le atribuye. Aun cuando interpreta erróneamente la perfección venidera, es ideal para quien cree sinceramente en su verdad o su excelsitud.
Reducir el idealismo a un dogma de escuela metafísica equivale a castrarlo; llamar idealismo a las fantasías de mentes enfermizas o ignorantes, que creen sublimizar así su incapacidad de vivir y de ilustrarse, es una de tantas ligerezas alentadas por los espíritus palabristas. Los más vulgares diccionarios filosóficos sospechan este embrollo deliberado: "Idealismo: palabra muy vaga que no debe emplearse .sin explicarla".
Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas y tantos idealistas como hombres aptos para concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas. Debe rehusarse el monopolio de los ideales y cuantos lo reclaman en nombre de escuelas filosóficas, sistema de moral, credos de religión, fanatismo de secta o dogma de estética.
El "idealismo" no es privilegio de las doctrinas espiritualistas que desearían oponerlo al "materialismo", llamando así, despectivamente, a todas las demás; ese equívoco, tan explotado por los enemigos de las Ciencias -tenidas justamente como hontanares de Verdad y de Libertad-, se duplica al sugerir que la materia es la antítesis de la idea, después de confundir al ideal con la idea y a ésta con el espíritu, como entidad trascendente y ajena al mundo real. Se trata, visiblemente, de un juego de palabras, secularmente repetido por sus beneficiarios, que transportan a las doctrinas filosóficas el sentido que tienen los vocablos idealismo y materialismo en el orden moral. El anhelo de perfección en el conocimiento de la Verdad puede animar con igual ímpetu al filósofo monista y al dualista, al teólogo y al ateo, al estoico y al pragmatista. El particular ideal de cada uno concurre al ritmo total de la perfección posible, antes que obstar al esfuerzo similar de los demás.
Y es más estrecha, aún, la tendencia a confundir el idealismo, que se refiere a los ideales, con las tendencias metafísicos que así se denominan porque consideran a las "ideas" más reales que la realidad misma, o presuponen que ellas son la realidad única, forjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. "Ideólogos" no puede ser sinónimo de "idealistas", aunque el mal uso induzca a creerlo.
No podríamos restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert o Wagner; el esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de líneas o de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente un modo de belleza o una original personalidad.
No le confundiremos, en fin, con cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un único e inevitable. Bien ideal, difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo individual hacia la virtud puede ser tan magníficamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el anarquista, por el filántropo como por el epicúreo, pues todas las teorías filosóficas son igualmente incompatibles con la aspiración individual hacia el perfeccionamiento humano. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden cobijarse dignos y buscavidas, virtuosos y sin vergüenza. El anhelo y la posibilidad de la perfección no es patrimonio de ningún. credo: recuerda el agua de aquella fuente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún vaso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados, los que mejor prevén el sentido de la evolución; es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente; es una visión remota y, por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral.
Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto más se elevan sobre los prejuicios y el palabrismo convencionales en el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la imaginación no pone mayor originalidad en el concepto o en la forma.
Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se infiere que los ideales lógicos, estéticos o morales deban ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral o fea, ni fue nunca la Belleza absurda o nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error o la desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.
Los caminos de perfección son convergentes. Las formas infinitas del ideal son complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza, formas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas.
Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. La imaginación los construye observando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una vez formados ya no están en ella, son anticipaciones de ella, viven sobre ella para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un "límite": toda realidad es una "dimensión variable" que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo "variable" se acerque a su "límite", se concibe que podría acercársele más; sólo se confunden en el infinito.
Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente. No los hay absolutos. Afirmarlo implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética moderna, libre de esa grave falacia, la relatividad de los ideales es un postulado fundamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente transformación hacia perfeccionamientos ilimitados.
Es propia de gentes primitivas toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos. Y es contraria a todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren, convergen o se excluyen, palidecen o se acentúan; son, también ellos, vivientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso sin fin. No habiendo un esquema final e insuperable de perfección, tampoco lo hay de los ideales humanos. Se forman por cambio incesante; evolucionan siempre; su palingenesia es eterna.
Esa evolución de los ideales no sigue un ritmo uniforme en el curso de la vida social o individual. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en la evolución de cada hombre, aisladamente considerado.
Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas o se callan: la realidad ofrece inmediatas satisfacciones a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán de perfección.
Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porvenir, entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo o ahogados por su indiferencia, ora predestinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a quedar latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicio. Y otros ideales mueren, porque son creencias falsas: ilusiones que el hombre se forja acerca de si mismo o quimeras verbales que los ignorantes persiguen dando manotadas en la sombra.
Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre o por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución mental de los individuos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. Ésa es la ley del devenir humano: los acontecimientos, yermos de suyo para la mente humana, reciben vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacerían inertes y los siglos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civilización muestra una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obstruye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales.
Así concebido, conviene reintegrar el idealismo en toda futura filosofía científica. Acaso parezca extraño a los que usan palabras sin definir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de los verbalistas.
Definido con claridad, separado de sus malezas seculares, será siempre el privilegio de cuantos hombres honran, por sus virtudes, a la especie humana. Como doctrina de la perfectibilidad, superior a toda afirmación dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos, se rebaja. Yerran los que miran al pasa- do, poniendo el rumbo hacia prejuicios muertos y vistiendo al idealismo con andrajos que son su mortaja; los ideales viven de la Verdad, que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que lo contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo futuro a la experiencia de lo presente, el Ideal a la Verdad, como si conviniera apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la imaginación y la experiencia van de la mano. Solas, no andan.
Al idealismo dogmático que los antiguos metafísicos pusieron en las "ideas" absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experimental que se refiere a los "ideales" de perfección, incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.
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Fuente: Acápite 1 y 2 del Capítulo I de la magnánima obra "El hombre mediocre" del mencionado autor.
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