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Nuggets y Murciélagos: Cómo cocinamos las pandemias de hoy

 

“Sabemos que otra pandemia será inevitable. Está llegando. Y también sabemos que cuando esto pase no vamos a contar con suficientes drogas, ni con vacunas, ni trabajadores de la salud, ni capacidad hospitalaria”, dijo en 2004 Lee Jong-wook, entonces director de la Organización Mundial de la Salud. El discurso tuvo lugar mientras el planeta intentaba recuperarse del susto había emergido con la gripe aviar que brotó en Hong Kong en 2003. El médico advertía ahí algo que era muy difícil de escuchar: que un brote peor podría ocurrir en cualquier momento. 

 

En 2009 por ejemplo. Cuando otro virus saltó de un cerdo para convertirse en la Gripe A que se disparó de México a todo el mundo. O en 2012 cuando de los camellos de Arabia Saudita brotó el MERS que alcanzó contagios en 27 países. 

 

“A los misiles no, a los virus es a lo que hay que temer”, decía Bill Gates en la Ted Talk que dio en 2015, luego de que en 2014 el Ébola rompiera los límites del murciélago para convertirse en pesadilla de los humanos. 

 

“Es una emergencia”, “Hay que organizar los preparativos”, “Necesitamos controlar los virus”: los documentos oficiales de las ditintas agencias de Naciones Unidas, organizaciones globales como la Fundación Gates y varios gobiernos están repletos de advertencias similares. Pero nada pudo hacerse para evitar el Covid-19. Tal vez porque en ninguno de esos espacios de poder se nombró con claridad y contundencia el principal disparador de estas enfermedades: la relación abusiva y depredatoria que establecimos con la naturaleza en general y con los otros animales en particular.


Vacas, cerdos, gallinas, murciélagos, no importa de qué animal se trate. Si no los extinguimos mientras destruimos sus hábitats, los enjaulamos, hacinamos, mutilamos, traficamos, engordamos, medicamos y deformamos para aumentar su productividad. Forzamos sus cuerpos y anulamos sus instintos como si fueran cosas con prácticas que están lejos de ser marginales: se enseñan en la universidad, se subrayan en congresos empresarios y se ensayan con miles de millones mientras los manipulan, crían y matan. 

Nunca paseé en camello ni visité los mercados asiáticos donde monos, pájaros y armadillos se ofrecen vivos en cajas dimutas, pero sí recorrí una buena cantidad de granjas industriales en América Latina de donde sale la comida que luego se nos hace tanto menos éxotica y cruel, más civilizada y segura. Y ahí aprendí que la diferencia entre lo que se ofrece en Wuhan y lo que rellena muchas de las góndolas de supermercados como Carrefour, en cuestiones como ética, empatía y salud pública es imaginaria. 

 

Las pestes no son una novedad, pero se están precipitando: en los últimos 30 años surgieron 200 enfermedades infecciosas zoonóticas, y ninguna es producto de la mala suerte. 

 


2. 

Visité a Rosalía de Barón en 2011 mientras hacía la investigación que terminaría en Malcomidos. Ella –una simple productora de huevos de Crespo, en Entre Ríos- lo sabía perfectamente: su gallinero era una mina de oro con una única debilidad: podía desatar la peste.

 

“Desde que soy así ando entre los huevos”, me dijo y bajó la mano al suelo mientras entrábamos al galpón que encerraba unas 40 mil gallinas en plena producción. Rosalía era una mujer fuerte de poco más de 40 años con ojos celeste Rusia, pelo rubio gastado y el orgullo de llevar adelante un negocio próspero: 80 cajones de huevos diarios de la mejor calidad. Unas diez veces más de lo que generaba su misma granja cuando ella era chica, en el mismo espacio. ¿El truco? La concentración automatizada. El gallinero moderno no tiene tierra ni arbustos ni sol sino jaulas de unos 40 centímetros donde las gallinas viven cuatro años amontonadas de a diez. Las jaulas están unas sobre otras y unas junto a otras haciendo del lugar un laberinto tapizado íntegramente de plumas y picos y patas difíciles de interpretar a simple vista. 

 

Intenten imaginarlo: diez gallinas amuchadas en un espacio donde ni de a una entrarían cómodas, sin lugar para batir sus alas, echarse, darse vuelta. Sin modo de satisfacer ninguno de sus requerimientos biológicos más que dar un huevo diario. 

 

Hacinadas las gallinas no pueden hacer más que escalarse unas a otras, enredarse, y sacar las cabezas por los barrotes hasta llagarse los cuellos, dejándolos en carne viva. Es tan estresante eso que viven que a las semanas se vuelven caníbales. Para evitar que se coman entre sí, a los pocos días de vida les amputan la punta de los picos, que luego les crecen planos como si se hubieran chocado fuerte contra una pared.

 

Que no se maten mientras sostienen la producción al máximo: ese es el objetivo y para cumplirlo hay intervenciones así: mutilaciones, manejo de luces, sonidos constantes, varios días de hambre y sed. Replume forzoso se llama ese último: 15 o 20 días sin alimento ni agua. Las gallinas agonizan como juguete al que se le está terminando la batería: consumidas, echadas una sobre la otra, con los ojos secos, los picos abiertos, emitiendo un jadeo apenas audible. Se espera que de esa hambruna inducida sobrevivan solo las fuertes. A esas, se les renueva la ración y al otro día, magia: un nuevo huevo, el cacareo infernal; para quien pueda sentirlo también el miedo, la carne rota, el olor a muerte en vida.


Visitar granjas industriales por primera vez tiene algo monstruoso: ni los ojos, ni los pulmones, ni la mente están preparados para aprehender lo que ahí sucede. Lo que se ve, lo que los cuidadores de animales –tan normales, como una vecina, un tío, una dentista- cuentan. La información llega por etapas: la sistematización de la crueldad, la negación del dolor que es evidente y la única fundamentación a todo eso en las leyes propias del mundo del dinero, tan absurdas, tan perversas, se van convirtiendo sin querer en una íntima resitencia: buscás que no te afecte.

 

Adorno decía que había que mirar a los mataderos y decir son solo animales para entender el origen de Auschwitz. 

 

Es difícil ante estos criaderos y su naturalización decir el origen de qué son. 

 

Tal vez sea demasiado.

 

Rosalía me explicó lo que sabía y me mostró lo que le resultaba fascinante: “Trabajo solo dos horas por día, el resto se hace solo”, me dijo y apretó un botón que hizo que el gallinero empezara a moverse. Por debajo de las jaulas, unas cintas transportaron huevos hacia el lugar donde serían medidos y empaquetados. Otras cintas transportaban el guano que terminaría enterrado en una fosa a unos metros del galpón. En la misma coreografía maquinal se rellenaron bebederos y comederos, con el maíz, las vitaminas, el colorante para las yemas naranjas que hoy pide el mercado. La precisión fabril parecía mostrar que todo estaba bajo control. Los materiales fríos y duros revestían de asepcia todo el proceso, pese a lo evidente –la mierda, los fluidos, los ojos pustulentos, las plumas volando-.

 

“Sin embargo”, me dijo Rosalía, “nada es tan fácil”.

 

La granja tenía un peligro acechante.

 

-¿Cuál?, le pregunté.

 

-Las enfermedades. Las gallinas parecen fuertes pero una podría enfermarse y sería el fin, me dijo.

 

Pensé en el replume forzado: si resiten a eso débiles no son, me dije. Pero enseguida aprendí que no. Las gallinas no sobreviven a una gripe.

 

La influenza es el talón su Aquiles.

 

Tener a las enfermedades bajo control en un gallinero es un asunto difícil. Requiere generar condiciones que desmaterialicen esta realidad rotunda: decenas de miles de animales hacinados, respirando pegados entre sí, cagando juntos, uno sobre otros, estresados, dolientes. Requiere limpieza permanente. Requiere medicación: antibióticos y antivirales. Y requiere mantener al resto de la naturaleza a raya: las aves silvestres que portan los virus que podrían hacer de esa concentración de animales extenuados, focos de contagio incontenibles.

 

Antes de instalar el gallinero Rosalía tenía tres faisanes y dos pavos reales correteando por la granja. Pero cuando cerró la útlima jaula, echó a anadar el mecanimo e hizo cuentas, metió a sus pájaros en un cuartito del que supo ya no iban a salir más. Luego se encargó de las garzas y los patos que un tiempo atrás eran una belleza de mirar: compró un rifle y cuando caía la tarde empezó a disparar al cielo esperando ahuyentarlas. “Si alguna se metiera acá adentro perdería todo, sería un desastre”, me dijo.

 

A sus vecinos ya les había pasado. Un gallinero contagiado deviene en una masacre. Sacrificio sanitario de todos los animales, eso exige la legislación siguiendo el protocolo que dicta un acuerdo global. Solo en Asia en los últimos años tuvieron que matar 200 millones de aves de corral para evitar que se propagaran virus entre otros animales domésticos. Pero sobre todo para evitar que los virus mutaran hacia versiones de sí mismos que pudieran hospedarse en humanos, enfermarnos, colapsar los sistemas de salud y, a unos cuantos, matarnos.

 

 

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