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CON EL PRIVILEGIO EN LOS GENES
Por Laura Hercher*, El Diplo, EDICIÓN ENERO 2020 | N°247
La medicina genética y la manipulación del ADN no sólo encierran un dilema moral sino que también involucran un problema práctico: están reservadas casi exclusivamente para los ricos. En el futuro, ¿las enfermedades genéticas serán padecidas sólo por los pobres?
La medicina genética y la manipulación del ADN suscitan muchos temores. Apenas se pronuncian estas palabras, algunas personas imaginan desarrollos espantosos, en base a experiencias que salen mal, criaturas de Frankenstein, mundos dominados por superhombres genéticamente modificados. Pero, al proyectarse en escenarios tan lejanos, ¿no se corre el riesgo de pasar por alto una amenaza inmediata y muy real? Pues, al modificar nuestra concepción de la enfermedad, la medicina genética contribuye a la profundización de las desigualdades.
Si ustedes pudieran, ¿utilizarían técnicas genéticas relacionadas con la reproducción para evitarle a su hijo una enfermedad hereditaria? Para muchos padres potenciales, esta cuestión ya no es algo de la ciencia ficción. Si su genoma exhibe un riesgo particular de cáncer de mama o de ovarios, ahora pueden evitar transmitirle a su progenitura esta variante patógena. Y lo mismo sucede si cada uno tiene un gen de amiotrofia espinal –lo que implica una probabilidad del 25% de que su bebé nazca con una enfermedad degenerativa mortal: también acá, la genética puede cambiar la situación–.
¿Esto es deseable? En Estados Unidos, los futuros padres responden masivamente de manera afirmativa, si creemos en el éxito creciente del test genético que se introdujo en 2011, que permite observar de manera no invasiva el ADN de un feto. La opinión de los estadounidenses en general es más contrastada: aprueban ciertos usos y rechazan otros. De acuerdo con un estudio que llevó a cabo en 2018 la Universidad de Chicago (1), estarían a favor de las intervenciones destinadas a reducir en un niño el riesgo de cáncer, pero rechazarían la posibilidad de elegir el color de los ojos u optimizar la inteligencia. Bebés sanos, pero no bebés de catálogo, en definitiva.
Un lujo reservado para pocos
Ahora bien, irónicamente, es la manipulación genética con fines terapéuticos –la vertiente con más consenso– la que podría proponer más problemas en un futuro cercano.
¿De qué manera podría ser nefasto prevenir enfermedades hereditarias? En un primer abordaje, la operación es del todo benéfica. Varios indicios, sin embargo, hacen pensar que los tests prenatales podrían volverse un lujo reservado a una élite, transformando algunas enfermedades genéticas en problemas “que solo les pasan a los demás”.
Es lo que sugiere el caso del Síndrome de Down, o trisomía 21, una anomalía cromosómica relativamente común para la cual las mujeres hace décadas que se pueden hacer tests. La trisomía es una diferencia, y no una enfermedad estrictamente hablando. En 2011, un equipo de investigadores entrevistó a 284 personas de más de 12 años y con este síndrome; 99% afirmaron ser felices (2). Durante las entrevistas, muchos padres me contaron la felicidad que les brindaba su hijo trisómico, destacando sus necesidades en recursos y asistencia. También importa proponer un diagnóstico prenatal que integre una cierta comprensión de las experiencias y las necesidades de los interesados. Pero este ideal raramente se pone en práctica, y a los programas de detección avanzada a veces se los percibe como una ofensa a la humanidad de las personas con discapacidades.
Paradójicamente, la restricción del acceso a la detección podría resultar más peligrosa aun para el bienestar de las personas trisómicas, al transformar este evento aleatorio en una anomalía casi ausente en ciertos grupos y relativamente normal en otros. No todo el mundo decide hacer un test para detectar este síndrome y, cuando el resultado es positivo, algunos padres prefieren continuar con el embarazo. Pero una gran mayoría toma la decisión contraria. De acuerdo con un estudio –el más completo sobre el tema– publicado en 2012 por investigadores de la Universidad de Carolina del Sur (3), dos terceras partes de las mujeres embarazadas que descubren que su feto presenta el Síndrome de Down deciden abortar. Pero esta decisión varía según los medios, y la probabilidad de que una mujer tenga un hijo trisómico depende de su cultura, de sus creencias religiosas, de su lugar de vida, de sus ingresos, etcétera. El acceso a los tests prenatales modificó así la incidencia de la trisomía 21 al punto tal de convertirla en un marcador geográfico y de clase. Como las familias acomodadas tienen cada vez menos hijos con dicho síndrome, cada vez más se lo asocia con otros ámbitos.
Existen miles de enfermedades genéticas, y pronto podremos diagnosticar aun más durante el embarazo. Los tests se van a dirigir a enfermedades mortales desde la infancia, a patologías menos graves o incluso a afecciones que aparecen más tarde, como Parkinson o Alzheimer. A veces, los resultados van a certificar que el niño será portador de la enfermedad. Pero, por lo general, solo indicarán un riesgo mayor, como con los genes que exponen más a algunas personas a enfermedades cardíacas o al cáncer de colon.
Para muchos padres, el aborto es un acto doloroso, y eso limita la incidencia de los tests prenatales. La situación es muy distinta cuando se trata de elegir entre varios embriones en el marco de una fecundación in vitro (FIV). Este sector está en pleno auge en Estados Unidos, en parte gracias al test genético preimplantacional (Preimplantation Genetic Testing, PGT), que consiste en extraer una pequeña muestra de células de un embrión en estado precoz para analizar el ADN.
Recientemente llegaron muchas ofertas al mercado, que permiten detectar cientos de enfermedades raras, como la mucoviscidosis, o enfermedades huérfanas como la trimetilaminuria, también llamada “síndrome del olor a pescado podrido”, un problema de metabolismo que se caracteriza por emanaciones corporales nauseabundas. Estos tests cuestan caro, y no es nada en comparación con lo que hay que desembolsar para usar la información. Imaginemos que el señor y la señora Smith se enteran de que los dos son portadores del gen de la hipofosfatasia –su hijo tendrá una posibilidad entre cuatro de nacer con los huesos frágiles y deformes y de morir a una corta edad–. Para evitarlo, pueden hacerse el PGT. La FIV les costará 20.000 dólares por ciclo, a los cuales se les sumarán 10.000 dólares de gastos de laboratorio para determinar cuáles son los embriones que no son portadores de la enfermedad.
Para muchas familias, esas sumas son irrisorias: promediando el equivalente de un año de cuotas de universidad, pueden evitar la catástrofe. Una pareja rica con antecedentes de cáncer de mama y de ovarios se puede deshacer de esa calamidad en una generación. Y, si produce suficientes embriones, puede aprovechar para reducir los riesgos de aparición de la enfermedad de Alzheimer, o elegir un bebé menos predispuesto a las enfermedades coronarias. Para otras familias, estos gastos son excluyentes, tanto más cuanto que no se hace nada para que la FIV sea más accesible. En Estados Unidos, un poco menos del 2% de los recién nacidos son concebidos mediante esta forma; en los países que asignan fondos públicos a la reproducción médicamente asistida –como Israel, Dinamarca o Bélgica–, las cifras son de dos a tres veces más elevadas. Cuarenta años después de su introducción, la técnica sigue estando fuera del alcance de muchos bolsillos estadounidenses.
Un juego de suma cero
Las desigualdades del sistema de salud en Estados Unidos no son nuevas, y el acceso a la FIV no es más que un ejemplo entre otros. Pero si se consideran las consecuencias potenciales de un mundo donde solo los ricos pueden reducir o eliminar el riesgo de enfermedad genética, el tema cobra unas dimensiones completamente distintas. Algunas patologías hereditarias siempre alcanzaron a algunas poblaciones en particular, como la drepanocitosis, más presente en los afroamericanos, o la enfermedad de Tay-Sachs, entre los judíos askenazis, o incluso un caso raro de enanismo observado entre los amish. Con los tests prenatales, algunas enfermedades genéticas podrían golpear de manera desproporcionada algunos conjuntos regionales, culturales y socioeconómicos –generalmente los más frágiles–.
El problema no es solamente moral, sino también práctico. Las familias acomodadas tienen el control en la lucha contra las enfermedades. Son las que financian las investigaciones, hacen que se conozcan las enfermedades de las que sufren sus miembros, crean asociaciones, captan la atención de los medios de comunicación. Los matrimonios modestos no tienen este poder. Sin lugar a dudas van a salir perdedoras de las “Olimpíadas de las enfermedades” (4), este juego de suma cero en el que los grupos de presión buscan orientar los fondos asignados a la investigación y a los cuidados a la enfermedad que les preocupa.
Además, se podrían encontrar enfrentados a un déficit de empatía creciente. Si una parte de la población se siente protegida, quizás no tenga el reflejo de compasión que generalmente trae aparejado la idea de que podríamos haber estado en el lugar de una persona enferma o discapacitada. Proteger al propio hijo se vería entonces como un asunto de competencia y de responsabilidad parentales. Ahí donde la sociedad veía mala suerte, vería una falta, y se quejaría de “pagar por los errores de otros”.
1. “The December 2018 AP-NORC Center Poll”, The Associated Press – NORC Center for Public Affairs Research de la Universidad de Chicago, diciembre de 2018, www.apnorc.org
2. Brian Skotko, Sue Levine y Richard Goldstein, “Self-perceptions from people with Down syndrome”, American Journal of Medical Genetics, Vol. 155, Nº 10, Hoboken (Nueva Jersey), octubre de 2011.
3. Jaime Natoli et al., “Prenatal diagnosis of Down syndrome: a systematic review of termination rates (1995-2011)”, Prenatal Diagnosis, Vol. 32, Nº 2, Charlottesville (Virginia), febrero de 2012.
4. Virginia Hughes, “The Disease Olympics”, 6-3-2013, www.virginiahughes.com
* Directora de Investigación en el Programa de Genética Humana Joan H. Marks en el Sarah Lawrence College y presentadora del podcast The Beagle Has Landed. Una versión ampliada de este artículo apareció en la revista estadounidense The Nation (23-8-19).
Traducción: Aldo Giacometti
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