El día que Europa no olvida
La resistencia al nazismo fue una apuesta ética cuyos ecos resuenan hoy frente a las nuevas formas del horror. Luchas, revolución y memoria en esta nota, a 80 años de la Segunda Guerra Mundial.
Por Federico Lorenz, Revista Acción del Banco Credicoop, 7 de mayo de 2025
Cuando las tropas soviéticas entraron en Berlín y los soldados estadounidenses cruzaban las ciudades alemanas devastadas y vencidas, Europa se detuvo. Terminaba la guerra más atroz que había conocido el continente. Era mayo de 1945 y el aire estaba cargado de una mezcla inconfundible: pólvora, ruinas, llanto y esperanza. Pero en los montes de los Balcanes, en los valles de Italia, en los bosques franceses y polacos, el final de la guerra no era solo la derrota del nazismo. Era, también, la victoria de una forma de resistencia que, con pocas armas y muchos sueños, había intentado mantener con vida la dignidad en medio del horror.
La resistencia partisana –diversa, compleja, contradictoria– fue algo más que un conjunto de acciones militares. Fue una apuesta ética. Fue el modo en que miles de personas, en su mayoría jóvenes, respondieron a una pregunta imposible: ¿qué hacer cuando el mundo se hunde y todo lo humano parece tambalearse?
Las imágenes del final de la guerra suelen concentrarse en los altos mandos: la rendición nazi, el suicidio de Hitler, la conferencia de Potsdam que delinearía los contornos de la posguerra. Pero existe otro final, el de quienes no estaban invitados a las mesas de negociación, pero sin cuyo esfuerzo la historia sería incomprensible: el de las mujeres y hombres que pelearon desde abajo, en la oscuridad, en tremendas condiciones, con una audacia y una inteligencia dignas de admiración. El final de la guerra también fue el final de un modo de estar en el mundo, de una juventud atravesada por la clandestinidad, el miedo, la creencia en la liberación y la revolución.
Tácticas y objetivos
La resistencia al nazismo no fue un fenómeno homogéneo. Desde los maquis franceses hasta los gappisti italianos que actuaban en las ciudades, las tácticas y los objetivos variaban, pero compartían algo esencial: la idea de que la lucha militar era inseparable de la transformación social. Esto explica por qué, tras la guerra, muchos veteranos partisanos fueron vistos con desconfianza. En plena Guerra Fría, su compromiso con la justicia social resultaba incómodo. Así, figuras como la italiana Gina Galeotti –que a los 19 años transportó armas en su bicicleta– o el francés Missak Manouchian, poeta y líder de un grupo de inmigrantes antifascistas, quedaron fuera del panteón heroico.
En Italia, la resistencia partisana tuvo una formidable presencia. Tras el colapso del régimen de Mussolini en 1943 y la posterior ocupación alemana del norte del país, surgieron brigadas armadas que lucharon tanto contra los fascistas italianos como contra los nazis. La liberación de Milán y Turín en abril de 1945 –pocos días antes de la rendición alemana– fue obra de estos grupos.
En Rusia, desde el comienzo de la invasión alemana, en 1941, la retaguardia nazi se volvió un peligro para los ocupantes. Francia, Yugoslavia, Grecia, Polonia: cada país tuvo su particular versión de la resistencia. En algunos casos, como en Yugoslavia, los partisanos ‒bajo el mando de Tito‒ se convirtieron en la fuerza predominante y gobernaron tras la guerra. En otros, como en Francia, los movimientos fueron integrados a una narrativa nacional más amplia, aunque no sin tensiones.
La memoria de la resistencia fue a veces glorificada, a veces silenciada. A menudo, ambas cosas al mismo tiempo. A diferencia de los ejércitos regulares, los partisanos no desfilaron en los grandes actos de la victoria. No hubo bandas tocando himnos ni medallas para todos. Muchos de ellos volvieron al anonimato, a la pobreza, a la incertidumbre del nuevo orden que se avecinaba.
La memoria de la resistencia fue disputada porque tocaba fibras sensibles. ¿Quiénes eran los héroes? ¿Los que habían seguido órdenes o los que las desobedecieron? ¿Los que se alzaron en armas contra el enemigo o los que intentaron sobrevivir sin implicarse? Estas preguntas no tienen una sola respuesta, y precisamente por eso, siguen abiertas.
Hoy, 80 años después, la resistencia partisana es, para muchos, un símbolo de libertad y compromiso, pero también es un espejo incómodo. Nos recuerda que la democracia no es un regalo ni un estado natural de las cosas. Es una conquista. Y como toda conquista, puede perderse. En tiempos de crecimiento de la ultraderecha, de discursos de odio, de negacionismo histórico, recordar a los partisanos no es solo un acto de homenaje. Es un acto de responsabilidad. Significa afirmar que hubo quienes, aun en la oscuridad más profunda, eligieron la luz.
El final de la Segunda Guerra Mundial en Europa no fue solo el colapso del Tercer Reich. Fue también el comienzo de un nuevo ciclo de luchas, reconstrucciones, memorias. Para los partisanos, el 8 de mayo no fue un punto final, sino un punto seguido. Recordar a quienes pelearon sin uniforme, sin órdenes oficiales, sin promesas de recompensa, es también recordarnos a nosotros mismos que la historia está hecha de elecciones. Que cada generación tiene sus propias resistencias que ejercer.
Y que, aunque la guerra terminó hace décadas, la pregunta que se hacían los partisanos ‒¿qué hacer frente al horror?‒ sigue vigente.
¿Qué hacer frente a las nuevas formas del espanto y del autoritarismo?
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