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Desde Moscú hasta Ulán Bator a bordo del ferrocarril más extenso del mundo, que por estos días cumple cien años; una experiencia única y una leyenda sobre rieles
Por Daniel Flores, LA NACION, DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016
El andén 2 de Yaroslavky, la más transitada de las nueve estaciones de tren moscovitas, no parece a la altura de la leyenda. Es un lugar simple y tranquilo, como este mediodía soleado en que unos cuantos pasajeros tiran de sus valijas en busca del vagón que les corresponde. Lo único distinto a cualquier andén, en miles de estaciones, en cientos de ciudades, es un monolito discreto, de un par de metros, que indica que este es el kilómetro cero del Transiberiano. En otras palabras, que acá empieza el viaje en tren más largo del mundo.
Hay que decir dos cosas del Transiberiano. Lo primero, que es uno de esos grandes viajes con los que muchos sueñan, una de las pocas experiencias épicas que aún se pueden protagonizar a bordo de un medio de transporte público.
Lo segundo que hay que aclarar es que el tren Transiberiano no existe.
El Transiberiano es una red ferroviaria por la que se mueven distintos trenes con distintos servicios, desde Moscú, a través de Siberia y hasta Vladivostok, en el Pacífico. En total, 9288 kilómetros. Del mismo tronco se desprenden el Transmongoliano y el Transmanchuriano, para surcar Mongolia y China.
En todos los casos, los Transiberianos unen Europa y Asia, atraviesan fronteras y husos horarios, pasan por innumerables ciudades y estaciones, ven cambiar los paisajes, los ecosistemas, los idiomas, los climas, las religiones, las monedas.
Este tren es el Grand Trans-Siberian Express y el plan es recorrer más de 6000 kilómetros en diez días para cruzar Rusia y Mongolia de oeste a este, desde Moscú hasta Ulán Bator. Entre las múltiples maneras de encarar el viaje, con logística, confort y tarifas muy distintos, el Grand Trans-Siberian Express es un formato para turistas extranjeros en modalidad all inclusive, no sin puntos en común con los cruceros: el pasajero va siempre en un mismo camarote con todas las comidas y las excursiones dentro de una tarifa única. Eso simplifica la compleja organización de semejante travesía.
Moscú-Ulán Bator, de un tirón, llevaría unas cinco noches. El Grand Trans-Siberian se toma el doble para incluir paseos, exploraciones urbanas y hoteles en ciudades clave. Además, el paquete contempla noches y tours en las capitales rusa y mongola y el vuelo de Ulán Bator a Pekín para hacer un poco de trampa y ganar horas en la inabarcable capital china y hasta visitar la Gran Muralla. Pero ese final es casi otro viaje. Lo esencial por ahora son los primeros 6000 kilómetros sobre rieles.
Este año, la red transiberiana celebra su primer centenario. Fue ideada a fines del siglo XIX por Alejandro III y completada en 1916 por su hijo, Nicolás II, el último de los zares. Es reconocida como la obra ferroviaria más extensa, costosa y difícil de la historia. Tender kilómetros de vías por dos continentes a principios del siglo XX no era tarea sencilla. Menos aún en las extremas condiciones geográficas y climáticas de Siberia. Además, Rusia no era precisamente una potencia en ingeniería ferroviaria ni contaba con los recursos necesarios. Pero a pesar de las múltiples y a veces novelescas dificultades, el megaproyecto se completó y fue determinante en la integración del vasto territorio ruso.
Los primeros minutos a bordo, antes de partir, son de descubrimientos pequeños para las dimensiones transiberianas: el camarote 7 del coche 33 tiene un par de metros de ancho, dos asientos enfrentados que se convierten en camas y una mesa donde dejaron un espumante, un chocolate y el cronograma del día. Más arriba, dos cuchetas también rebatibles. En el vagón, hay nueve camarotes iguales que comparten dos baños comunes en un extremo. Podría definirse como confort y prolijidad sin lujo. La formación completa consta de tres vagones como el anterior, otros dos de categoría superior (suites con baño y más detalles de diseño) y dos comedores vintage, uno de ellos con un piano blanco.
Pero si el Transiberiano no existe, el Grand Trans-Siberian... tampoco. En realidad, no es un tren en sí sino que a lo largo de los 6000 kilómetros sus vagones se van enganchando a distintos trenes regulares, como en una carrera de postas. Las formaciones se acoplan, pero no se integran: internamente siguen separadas, como dos trenes distintos tirados por una misma locomotora y el paso de un sector a otro no está permitido.
El tren arranca. Ese movimiento y esa percusión metálica siempre a tempo serán lo cotidiano por los próximos diez días. Las primeras actividades son almorzar en el comedor una entrada de salmón y caviar, pollo rebosado y una tarta de frutos rojos. Más tarde, una charla introductoria para aprender nociones básicas del cirílico, la escritura rusa, y también para verles las caras a los compañeros de ruta. Son alrededor de cincuenta pasajeros, con un sorprendente número de argentinos (unos diez), varios españoles, media docena de brasileños, un matrimonio de Hong Kong, otro de República Dominicana, dos parejas de serbios, una mujer inglesa. La tripulación está integrada por varios guías, el staff de la cocina y los comedores, las camareras y los maquinistas.
Empezamos a explorar Rusia por la ventanilla. Se aleja Moscú y aparecen los bosques de abedules y las dachas, esas casas de madera con sus jardines de girasoles e invernaderos tan prolijos, como la del valiente Kotov en Sol ardiente, la película de Nikita Mijalkov. La dacha es una institución rusa, la aspiración de cualquier citadino para disfrutar los fines de semana, sobre todo del verano, en la naturaleza. Desde el tren las vemos desfilar como en una exposición temática, en versión cabaña o tamaño mansión.
En muchas estaciones se alinea hasta una decena de vías con material ferroviario nuevo, viejo, de pasajeros, de carga. Las pequeñas villas casi siempre están dominadas por al menos una chimenea industrial roja y blanca coronada por una hoz y un martillo.
Dan ganas de bajar a caminar. Cuesta entrar en el ritmo transiberiano, relajarse y dejar de esperar que pase algo, el tic del turista. El viaje está en plena acción aunque no paremos y esta noche toque adelantar el reloj una hora, cruzar el Volga y dormir con el tren en movimiento.
Aunque sepa que es verano, uno imagina hombres de tapado y gorro de piel en andenes desolados, perdidos en largas extensiones de territorio blanco que se funden con el cielo gris. Lo que se divisa cada tanto, en cambio, es un ruso pálido que toma sol en zunga sobre una colchoneta inflable a la deriva por algún canal junto a las vías.
Es que estamos llegando a Siberia, donde el invierno ciertamente es extremo, pero el verano, aunque se tenga menos presente, es muy caluroso. Lo verdaderamente extremo es la amplitud térmica: más de 70 grados, desde -40 hasta superar los +30.
Ekaterimburgo es la primera parada del viaje, a 1667 kilómetros de Moscú. Para ser la cuarta ciudad de la gran Rusia, la capital del distrito de los Urales parece bastante tranquila, con menos de dos millones de habitantes. Esta noche no dormimos en el tren sino en un buen hotel céntrico, a metros de la avenida Lenin y del río Iset, que atraviesa la ciudad. Artistas callejeros, picnics familiares; media Ekaterimburgo parece disfrutar de la tarde veraniega en el parque a orillas del Iset.
Ekaterimburgo está en la parte más baja de los montes Urales, marca la entrada a la región de Siberia y el límite entre Europa y Asia. "Para algunos Ekaterimburgo divide la cultura europea y la asiática. Para nosotros, las une", dice la rubia Daria, que es guía pero podría haber sido Miss Ekaterimburgo. Nos enseña cómo se prepara el estadio local para ser una de las sedes del Mundial 2018. También nos muestra las Khrushchyovkas, los monoblocs de viviendas soviéticos, característicos de los años sesenta y del período de Nikita Khrushchev, que abundan por la ciudad; edificios de construcción rápida, práctica, pero no muy agraciada.
A 17 kilómetros del centro está el hito que señala el límite entre Europa y Asia, donde nadie se priva de una foto graciosa, saltando de un continente a otro o con un pie en cada lado. Muy cerca, el Monumento en memoria de las Víctimas de la Represión Política cambia totalmente el humor, con placas que recuerdan a 18.500 personas trasladadas a gulags siberianos entre las décadas del treinta y del cincuenta.
Tampoco es un lugar festivo el monasterio de Ganina Yama, otra parada del tour en un bosque a las afueras de Ekaterimburgo. Allí se encuentra el foso donde, en julio de 1918, los bolcheviques lanzaron los cuerpos de Nicolás II, la zarina y sus cinco hijos, después de fusilarlos. Alrededor del sitio exacto, la Iglesia Ortodoxa Rusa erigió siete capillas, una por cada integrante de la familia.
En 1981, los ortodoxos canonizaron al zar y su familia como mártires, desde el exilio. Pero a partir de la caída de la Unión Soviética la iglesia no sólo regresó a Rusia sino que cada vez recupera más poder. El monasterio es una muestra, pero más elocuente aún es la Iglesia Sobre la Sangre en Honor de Todos los Santos Resplandeciente en la Tierra Rusa, con su cúpula dorada, donde se encontraba la casa en la que Nicolás II fue ejecutado, junto al río Iset.
Lágrimas de hielo
Llegamos a Novosibirsk, la segunda parada de este Transiberiano. La Nueva Ciudad de Siberia, a 3700 kilómetros de Moscú, es una ciudad joven e industrial que creció rápido como nodo nacional para el transporte de carga. Además es un ejemplo claro de la importancia del Transiberiano: se fundó en 1893 en la locación más conveniente para el nuevo viaducto sobre el río Ob.
El Transiberiano es su razón de ser. Con apenas un siglo de historia, hoy Novosibirsk es un polo universitario, científico y comercial. Como en Ekaterimburgo, la arquitectura constructivista a lo Kruschev se impone con sus líneas simples y uniformes. Por las calles, circulan más y más autos con el volante del lado derecho, que se importan, usados, de Japón. "Son de muy buena calidad, con pocos kilómetros y baratos", explica María, nuestra guía local, rusa y casada hace siete años con Mario, colombiano. María, además, tiene un instituto de español donde -asegura-estudian muchas chicas que apuestan a conocer un latino por Internet y, eventualmente, migrar.
A la noche, salimos a conocer Novosibirsk con María, Mario y otros colombianos que estudian ingeniería aeronaval en la ciudad. "La primera vez que salí al mercado, en invierno, volví a la casa y casi me desmayo", cuenta uno de estos caribeños perdidos en Siberia. "Llega a hacer tanto frío que se te congelan las lágrimas", aporta Mario.
El Museo Ferroviario de Novosibirsk rescata viejas glorias de las vías rusas. Foto: LA NACION / Daniel Flores
Los que se embarcan en el Transiberiano por amor a los trenes no pueden perderse el Museo Ferroviario de Novosibirsk. Por una entrada de 90 rublos, se aprecian reliquias como un vagón blindado que utilizó Nicolás II, un coche cárcel y otro quirófano. "Sólo había electricidad cuando estaba en movimiento, así que debían operar con el coche andando -cuenta el guía del museo-. Para eso contaban con dos anestesias: el vodka y un retrato de Stalin". Hay locomotoras de distintos tiempos y portes, a las que se puede subir. Y una máquina rompehielo con una enorme pala para despejar las vías siberianas.
Destierro y turismo
Fiesta a bordo: degustación de vodka y canciones tradicionales. Foto: LA NACION / Daniel Flores
Otra noche en el tren. Nos retiramos a dormir después de una degustación de vodka a cargo de los guías, vestidos con trajes tradicionales. La aclimatación fue intensiva: ahora sólo me duermo con el movimiento y me despierto cuando paramos. A la mañana escucho entre sueños anuncios metálicos por los altavoces de una estación en la que no bajaremos.
Para el desayuno se sirve té en unos jarros de vidrio con base metálica, que son un ícono del Transiberiano. En el tren los venden y también se consiguen en tiendas de suvenires. Hasta hace poco se los consideraba "demasiado soviéticos" y se los había sacado de circulación. Pero volvieron, a pedido del público, según cuenta la guía que esta mañana entretiene a los pasajeros con un repaso por la sangrienta historia rusa, la dinastía Romanov, las traiciones familiares y el fin del zarismo. "No importa lo que cuente, siempre me preguntan lo mismo: ¿se vivía mejor en la época soviética o ahora? -dice. Siempre respondo que hay cosas para rescatar de una y de otra".
Ahora nos enganchamos a otra locomotora y el Grand Trans-Siberian corre más ligero hasta la ciudad de Krasnoyarsk. En la estación hay un gran reloj, como siempre, pero cuidado: no da la hora local sino la de Moscú. Mientras que en cada parada toca adelantar el reloj, la hora en las estaciones se queda siempre en Moscú y es cada vez más engañosa.
Krasnoyarsk es más que nada una oportunidad de volver a mover las piernas, una urbe aún más industrial y más soviética que las escalas anteriores, junto al río más caudaloso de Rusia, el Yenisei. En la ribera hay una estatua de Chejov, que recuerda que alguna vez el escritor "pasó" por ahí. "Dicen que le encantó el río", se esfuerza la guía, Lidia. Pero la siguiente posta es de las mejores del viaje: Irkutsk.
La capital de Siberia Oriental, fundada por los cosacos en 1661, tiene más historia y más color. Menos monoblocs grises y más casitas de madera de alerce y pino, de fines del siglo XIX, en las que cuesta imaginar cómo se sobrevive al invierno siberiano. Aquí también están enterrados los líderes Decembristas, sublevados contra el imperio ruso en 1825 y condenados al exilio en Siberia, cuando este lugar era un castigo y no un destino de vacaciones.
Dicen que en Siberia hay 140 etnias diferentes. Irkutsk es el primer punto del viaje donde esto se percibe, ya muy lejos de Moscú y más cerca de Buriatia y Mongolia. Es una ciudad multicultural, de comercio y de encuentro. Menos ordenada. Hay algo diferente en Irkutsk. Quizás sea por la proximidad del Baikal.
El mito del Baikal
Buena vista: desde el último vagón durante el recorrido junto al gran lago Baikal. Foto: Daniel Flores
No hay paisaje que dure 6000 kilómetros. El Transiberiano no es un viaje para maravillarse constantemente con las vistas sino para internarse en un país de a poco, estación por estación. Pero hay un momento especial, en el que hasta la tripulación del tren se pega a las ventanas para contemplar el panorama: la llegada al Baikal, el lago mítico de Rusia.
Es el lago más profundo del mundo. También, uno de los más grandes y se supone que crece un par de centímetros cada año. Aunque lo único comprobable, en principio, es que alimenta una central hidroeléctrica, algunos también aseguran que tiene poderes mágicos y que quien se baña en sus aguas, heladas incluso la mayor parte del verano, rejuvenece diez años. Vladimir Putin, que no desconoce el poder de los símbolos, les mostró a los rusos cómo se daba un chapuzón y exploró el fondo del lago en un minisubmarino.
El Baikal fue uno de los mayores obstáculos en el trazado del Transiberiano. Por la complejidad del terreno, se decidió que el tren no lo rodeara por el sur sino que lo atravesara a bordo de un ferry. Fue una operación colosal para los inicios del siglo XX: la embarcación capaz de transportar un ferrocarril transcontinental de más de veinte coches se construyó en Inglaterra y se envió por partes para finalmente ensamblarla y botarla en el lago.
Pero hubo un error de cálculo, la capa de hielo que en invierno se forma sobre el Baikal era dos veces más gruesa de lo previsto y al ferry (aunque llegó a utilizarse varios años) le costaba más de la cuenta romperla para avanzar. No quedó más remedio que redireccionar la obra por las orillas rocosas y escarpadas.
El Grand Trans-Siberian retoma esas antiguas vías, hoy sólo transitadas por los trenes turísticos. Es un espectacular tramo de 90 kilómetros a poca velocidad entre la piedra y el lago, con mil curvas, túneles y puentes. Después del túnel más largo, de 777 metros, el tren se detiene junto a una playa. No hay estación, sólo la boca del túnel, un puente de película y el Baikal planchado y cubierto por una delgada bruma en el atardecer, con su show sutil de luz y color en franjas celestes y rosadas.
La composición es perfecta y se pone mejor: junto al tren estacionado, el staff monta todo lo necesario para disfrutar de un asado ruso con carne de cerdo y pollo, vino y vodka. Algunos pasajeros imitan a Putin y, con las batas blancas del tren, bajan hasta la orilla a ver si se pueden sacar algunos años. En la playa, cuatro adolescentes rusos preparan campamento para pasar la noche. Casi no hablan castellano ni inglés, pero saben cantar canciones de Nirvana. Entonces aparece un acordeonista y una cantante y todo se transforma en una película de Emir Kusturica en la que hasta el pasajero brasileño al que no le conocíamos la voz baila y canta junto al Baikal.
Este es el instante justo, la experiencia única en la que el Gran Expreso Transiberiano se consagra como tren de lujo. Hasta que termina el hechizo y todo el mundo debe regresar a bordo: el tren arranca a las 23 para seguir viaje. Lo que viene es Mongolia, nada menos, y esta noche volvemos a soñar en movimiento con lagos místicos y milagros ferroviarios.
http://www.lanacion.com.ar/1967462-el-ultimo-tren-cronica-de-un-viaje-en-el-transiberiano
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