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Por Juan Alfredo Obarrio, Blog UniverSídad, 5 de octubre de 2016
En la década de los cincuenta de la pasada centuria, Dionisio Ridruejo, hablando de Ortega, llegó a sostener: “Tenemos por maestro a quien ha remediado nuestra ignorancia con su saber, a quien ha formado nuestro gusto o despertado nuestro juicio, a quien nos ha introducido en nuestra propia vida intelectual, a quien –en suma– debemos todo, parte o algo de nuestra formación y de nuestra información; a quien ha sido mayor que nosotros y ha hecho de su superioridad ejemplaridad; a alguien de quien nos hemos nutrido y sin cuyo alimento u operación no seríamos quien somos. Alguien, en fin, cuya obra somos en alguna medida”.
La afirmación sobre Ortega y Gasset nos enseña que el maestro no es un profesor que transmite un conocimiento y se ausenta, sino aquél que nos enseña a pensar y a reflexionar sobre el contenido de un libro o de un ensayo, el que nos inculca el amor por un conocimiento que trasciende de los límites de la correcta y reglada docencia. De ahí que tenga por Maestro, con mayúsculas, a quien ha contribuido, con su paciencia y su saber, a formarnos no sólo como estudiantes, sino como personas en busca de aquellas bibliotecas que existen ab aeterno, de la que, como diría Borges, ninguna mente razonable puede dudar.
Y se es Maestro, no por una autoridad mal entendida, sino por una auctoritas noblemente adquirida, por una autoridad moral e intelectual que le da la experiencia y las lecturas acumuladas en el tiempo, las mismas que le indujeron a transitar por los caminos de la razón y de la verdad.
Y lo es porque es capaz de inculcar el amor por una sabiduría y una cultura que han conformado su vida, su mundo, un mundo que no es, ni podrá ser el de sus alumnos, porque hoy, como afirmara Heidegger, la única esfera del conocimiento que interesa es “la razón que cuantifica”, una erudición muy aleja de aquellas historias y saberes que nos enseñaron a navegar en las lejanas aulas de nuestra infancia.
A la luz de estas afirmaciones, la pregunta que nos asalta es la de saber si en la enseñanza actual tiene cabida la afirmación de Ridruejo, o si el concepto de Maestro ha desaparecido, si se ha diluido en los vaivenes del ejercicio profesional.
Mi experiencia me lleva a pensar que en la vida académica, el docente se ha visto relegado a un escenario secundario, necesario, pero no suficientemente valorado.
Como profesor, percibo que, en no pocas ocasiones, la docencia no es la culminación de una aspiración, de una vocación, sino una vía intermedia para alcanzar el reconocimiento y el prestigio social y curricular que otorga la investigación o el grado de Doctor. Un escenario me lleva a añorar el contenido de un famoso –y acertado– adagio pedagógico: “los profesores enseñan tanto por lo que saben, como por lo que son”. Un adagio que marca la diferencia entre la vocación y la profesionalidad, entre la pedagogía y la asepsia, y que nos recuerda que quien aprende no es un grupo, sino un individuo, un joven que sólo busca una mano tendida que le ayude a caminar por la senda tortuosa del saber.
A esta lacónica realidad, cabe añadir que en la sociedad actual, con el deterioro de la cultura clásica en los Planes de Estudio, la búsqueda del saber o de la correcta expresión ha quedado reducida a exiguos cursos para ejecutivos de alta cualificación, en los que, bajo sugerentes títulos, no se pretende enseñar la riqueza que conlleva el uso y el conocimiento de la palabra, de sus giros, de sus múltiples variantes o expresiones; lo que se busca es una mera orientación mercantilista: que el usuario pueda alcanzar la suficiente confianza en sí mismo, para que pueda expresar sus ideas con tal contundencia, que logre convencer o persuadir a un futuro cliente. Es el saber o el lenguaje al servicio del mercado, no del individuo. Este declive del pensamiento es lo que lleva a autores como el Profesor Alejandro Llano a afirmar que “Defender hoy día la enseñanza de las «letras» suele ser una actitud que merece reproches de pesimismo o melancolía, y suele castigarse con la marginación académica y la inopia social”. Una marginación que ha llevado a sostener a Martha Nussbaum que la crisis que vive la sociedad actual, no sólo es económica, sino moral y educativa: la de una sociedad que ha aprendido a erosionar el sentido último de la verdad y del saber.
Este lamento por el declive del conocimiento no es retórico, es fruto de la experiencia de dos décadas como docente, y de una como estudiante.
Durante este período de tiempo he venido constatando un mal endémico en el ámbito universitario: la existencia de un número importante de alumnos que han perdido la costumbre de retomar como propia la reflexión y la meditación sobre lo que supone la aventura del aprendizaje, del uso del lenguaje –de la oratoria forense–, abandonando las fuentes del saber y del esfuerzo, por la mediatez de un aprobado. En este sentido, Jordi Llovet, en su obra Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, tras denunciar el abuso que de las nuevas tecnologías están haciendo los jóvenes universitarios, lo que empobrece su pensamiento y debilita su lenguaje, nos invita a transmitir a nuestros alumnos que el saber es algo que acontece y enriquece sus vidas, y que éstas se desarrollan con la palabra que nos examina, con aquellas lecturas que nos permiten preservar la sabiduría de una cultura milenaria.
No quisiera terminar esta reflexión sobre el valor del saber, sin dejar una última reflexión: la que hallamos recogida al final del Banquete de Platón, en el relato entre Alcibíades y Sócrates. El joven Alcibíades, ebrio de vino, se propone entregar su belleza al viejo y enfermo Sócrates, a cambio de que le proporcione su sabiduría. La propuesta es seductora para el anciano Sócrates, pero éste le hace comprender que el conocimiento y la verdad de las palabras no pueden ser objeto de un mero intercambio, porque el saber nunca está seguro de sí mismo, es la presencia de una ausencia, de un anhelo que siempre está en camino. Con su aparente rechazo, Sócrates –la belleza del saber–, le hace ver a Alcibíades –la belleza visible- que lo importante no es que los deseos sean concedidos o vencidos, sino que sean examinados o reflexionados. En el fondo, si leemos atentamente, comprendemos que Sócrates está accediendo a su petición, le está entregando –como nos dirá Heidegger en su Holzwege– “la pista que deja, hasta la orilla del bosque, la leña que el leñador recoge. Seguid esta pista: os dejará en el corazón del bosque”, en el corazón de la sabiduría.
Éste es el reto y el legado que debemos transmitir a las jóvenes generaciones. Y debemos hacerlo para el beneficio de los grandes valores humanos: la verdad y la justicia. Valores que revierten al estudiante, no como un beneficio meramente personal, sino como un bien que trasciende del individuo a la sociedad. Sólo nos queda esperar a que acontezca un milagro: que los gobiernos y la burocracia lo entiendan.
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