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El joven que todas noches les da comida a los que no tienen

Por Marina Aizen, Clarin.com Viva, 28 de agosto de 2016

 

 
Manuel Lozano vio en su escuela de Chascomús que un chico andaba con ojotas y medias. Era justo durante la ceremonia de la bandera, el primer día de clases. Pero lo que revolvía su corazón no era el acto en el patio sino la imagen de injusticia del nene sin zapatos. Entonces, apenas regresó a su casa, se puso a hurgar en los armarios, a ver qué encontraba para donar a ese chiquito, que imaginaba en el más triste y abandonado de los mundos. Le contó a su mamá, le contó a su abuela. Luego, sin embargo, se enteró de que el nene en cuestión tenía sólo una infección en el pie, y que por eso no podía llevar calzado. Le dijeron que era un metido. Hasta lo retaron.

Su primer acto solidario fue, por eso, toda una moraleja, que tantos años más tarde sigue siendo un principio guía. Para ayudar realmente, “no hay que hacer lo que uno piensa, sino lo que la realidad necesita”, dice.

Acaso haya visto alguna vez a Manuel Lozano. Es un joven flaco como un palo, que se distingue por una cabellera que explota en una fiesta de rastas de color castaño. Es la cara más visible de la Fundación Sí, una organización que más que una ONG es un fenómeno social. En sus cinco años de existencia, se expandió como un aire fresco por el país, y en ella participan más de 2 mil voluntarios, repartidos en 35 sedes en el interior del país. Ninguno percibe un salario por la labor que ejerce. El compromiso es el lazo que los une y los fortifica. Hay chicos de menos de 12 años y ancianos de más de 80. La consigna que moviliza a todos es mejorar la vida de los otros.

Y acá estamos. En la esquina de Riobamba y Bartolomé Mitre, un día cualquiera, a las 8 de la noche. Hay un grupo de voluntarios muy grande –serán más de 30–, todos esperando con unos prolijos changuitos de colores que están cargados de alimentos, para salir. Van a estar dándoles de comer a los que encuentren viviendo en la calle. A algunos, ya los tienen bien fichados. Pero tal vez haya gente que no conozcan. Tienen la instrucción de mirarlos con humildad de igual a igual, ponerse a la misma altura. La sopa es una herramienta que utilizan para empezar un proceso que ellos –esperan– culmine en la reinserción de toda esta gente en un espacio social y económico activo. Acaso sea una utopía. Ellos ya se chocaron mil veces contra la pared. Pero el espíritu de todos, igual, es altísimo. En el grupo, hay veteranos de esta tarea. Otros son nuevos y vienen con una pose tímida. Una de las coordinadoras me explica que siente una satisfacción enorme al poder aportar su granito de arena. Y que ayudar se vuelve adictivo. No podés parar.

Pero la Fundación Sí quiere potenciar la palabra ayuda, ir un poco más allá. “Trascender la sopa”, explica Manuel, lo que es toda una metáfora. Su principal objetivo sería eliminar la injusticia, sembrar la semilla del cambio. Pero la solidaridad, en su visión, no implica sólo dejar un paquete de arroz cuando a alguien le falta, sino tratar de construir una alternativa viable para quien lo necesita por la razón que fuere. Lo extraordinario es que conciben su labor sin ningún tinte religioso o político. Manuel, por ejemplo, no comulga con ninguna iglesia. Y no adhiere a ninguna ideología en particular. Cuando le pregunto qué opina de la izquierda o del papel del Estado, no sabe muy bien qué responder. Parece que toma la palabra “bondad” en su valor estricto y puro. Por algo, su libro preferido es El Principito. Y es un fanático declarado de Peter Pan. Lo dice sin ruborizarse, reconociendo que puede parecer ingenuo.

¿La solidaridad es lo que le da sentido a sus vidas?

(Piensa) Sin dudas. Total. Acá vienen en un auto importado desde Recoleta o en tren desde La Matanza. En edades, esto es variadísimo. Eso para mí es lo más lindo.

¿Qué representa la palabra solidaridad?

Está muy ligada al compromiso. Y para muchos de nosotros es un estilo de vida. Es estar atento a lo que pasa alrededor, dejar de mirarse el ombligo. Y también entender que somos iguales. A todos nos gustaría tener un techo y todos tenemos derecho a lo mismo.

¿Hay alguna organización que se parezca a la Fundación Sí?

No. Por lo menos en el país, no hay una organización en la que el 100 por ciento de los que participan sean voluntarios. Tampoco hay organizaciones que lleven adelante proyectos de largo plazo como las residencias universitarias (lugares que dan albergue a los chicos del interior de las provincias para que puedan estudiar carreras universitarias). Generalmente, las ONG tienen una estructura rentada. Esto implica una responsabilidad muy grande.

¿Son un movimiento?

Puede ser. Me gusta movimiento porque es acción.

¿Qué tienen ustedes que no tengan los partidos políticos?

No hay interés en llegar a ningún cargo. Creo, o eso espero, que el que milita en un partido político también tiene una actitud de servicio. O así debería ser.

¿Lo tuyo es militancia solidaria?

En nuestro país la palabra militancia está muy ligada a lo político. Así que no es un término que nosotros usemos.

¿Te nutrís de la fuerza del agradecimiento?

Sí, sobre todo, de la calle, donde las historias son tan desgarradoras. Como en un ejercicio de supervivencia, uno tiene que aferrarse a lo bueno que está pasando para poder tolerar y no pincharse con lo malo. Me acuerdo cuando uno de los hombres que ayudábamos, Pedro, murió de cáncer: el equipo estaba destrozado. Los psicólogos de la Fundación tienen armado un taller de duelo para voluntarios cuando pasa esto.

¿Cómo hacés para que el ego no se te vaya a la cabeza?

No estoy exento a que me pase. Tengo que hacer un laburo conmigo. Para que no te pase, hay que seguir estando involucrado en los proyectos. Por eso viajo tanto al interior. Entonces, te sentís una hormiga que te cachetea el ego. Un chico puede salir de la calle, pero hay diez mil más que no. Así que el ego, a la alcantarilla. Trabajamos todos juntos en la mesa. Hay en la estructura una cosa muy horizontal. El logro es del equipo de voluntarios. Sin la estructura, ¿qué podría haber hecho yo? Nada. El compromiso y el amor y el tiempo que los voluntarios le ponen, me genera mucha emoción. Cada uno tiene sus familias, sus quilombos, su laburo. Y ponen una garra terrible. Y están, están. Para mí, es maravilloso. No sé si se puede igualar la pasión del voluntario.

¿Quiénes se acercan a ayudar?

Es muy variado. Chicos chiquitos, de 15 años. Inés tiene 11. Dante que tiene 63. Hay una señora que tiene 81. Para mí la Fundación es un espacio de participación. La riqueza está en descubrir desde qué lugar puede aportar cada uno. Nosotros tenemos un equipo de señoras que atienden el teléfono, que se van turnando. Muchos voluntarios que salen a la calle. Mamá y papá que salen con los hijos. Familias enteras. Es muy loco cómo funciona el vínculo en la calle. Cómo los nenes no tienen prejuicios, se vinculan mucho más rápido. A los adultos nos cuesta más. Y hay más miedo. Los chicos tienen algo más inocente, se acercan mejor a los demás. Y es muy lindo lo que consiguen.

¿Y a ustedes qué lo distingue, por ejemplo, de la Cruz Roja durante las inundaciones?

Ellos están en la asistencia sanitaria, en toda la parte de salud. Ellos hacen su trabajo, y muy bien. En los primeros días nos cruzamos. Pero nosotros no sólo pensamos en la urgencia sino también en lo que viene después.

Manuel llegó a Buenos Aires a los 17 a estudiar Derecho. Puso la palabra “solidaridad” en Google, y el primer resultado que saltó en el buscador fue el de la Red Solidaria, la organización que fundó Juan Carr. Empezó enseguida atendiendo allí el teléfono y, eventualmente, se convirtió en su director. En 2012, armó la Fundación Sí con un grupo de amigos. Empezaron recorriendo las calles con la famosa sopa. Al principio, eran dos o tres, y sólo en invierno. Ahora, las recorridas se hacen todos los días del año y en varias ciudades del Interior, así como en las localidades del conurbano bonaerense. Hay instancias, en que han conseguido sacar a la gente de la calle, darle trabajo y alojamiento estable, otras veces, terminaron en el cementerio, llorando por la persona que habían tratado de ayudar.

Pero hoy la Fundación tiene más proyectos. Además del de calle (en el que trabajan equipos interdisciplinarios muy variados), se sumó el trabajo en los comedores infantiles (la atención en primera infancia le parece fundamental para prevenir drogas), la Universidad de la Puna (nacida por una demanda de pueblos kollas que querían poder acceder a carreras terciarias en su lugar de origen), las residencias universitarias (que comenzaron en Santiago del Estero y ya se expandieron a varias provincias), y la asistencia a la gente que padece inundaciones.

En la calle Carranza, la sede de la Fundación, los voluntarios tienen un clima festivo, trabajando entre cajas y cajas de cosas que han sido donadas: un mundo de objetos que parece enorme. Pero apenas son los restos que han quedado de la última inundación (que en un año con evento Niño fueron muchas y trágicas). Manuel dice que no queda nada en relación a lo que había. La calle estaba colmada de ofrendas, que no entraban en ningún lado. Pero ellos –cuenta– no sólo quieren distribuir ayuda material o alimentaria, sino hacer la diferencia. Aprendieron la lección durante la infausta inundación de La Plata, del 2 de abril de 2013. De repente, la cuenta bancaria de la organización se colmó de pequeñas donaciones y ellos sintieron que tenían la responsabilidad de utilizar ese dinero de la mejor manera posible. Empezaron a relevar los barrios afectados por el agua, y rápidamente se dieron cuenta que lo que la gente necesitaba era recuperar las herramientas de trabajo que habían perdido. Para la masajista, la camilla. Para la panadera, el mostrador. Para el albañil, su equipo de trabajo. Para el carpintero, el taladro. Entonces, nació la filosofía que ahora ejecutan en todos los casos de inundación: escuchar las necesidades, orientar toda la labor a remediarlas. Por ejemplo, devolviéndoles a las escuelas los bancos perdidos en las aulas saturadas por la crecida de los ríos.

Escuchar sigue siendo, entonces, la clave. Y no dar nada por supuesto. El otro no es un espejo, ni un lugar idealizado. Así es la condición humana.

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