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Cuando la web se convierte en el club de la pelea

Por Nicolás Mavrakis, Revista Viva, 31 de julio de 2016

Comentarios en la web: el club de la pelea / Ilustración: Daniel Roldán.

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En la trastienda de su propio mito, lo que se esperaba de la tecnología era que concretara la unión de la Humanidad. Sin embargo, basta un recorrido por los comentarios, las opiniones y los juicios personales intercambiados entre más de 3.000 millones de usuarios de Internet en el mundo para percibir que la armonía no es una fuerza predominante. Entonces, ¿qué salió mal? ¿Y por qué hasta Sir Tim Berners-Lee, uno de los padres de la World Wide Web, se apena ante las personas que detrás de una pantalla “se vuelven odiosas con sus opiniones”? Insultos, discriminación, intolerancia, amenazas, más insultos y también interferencias para vender productos o atrofiar cualquier opinión ajena son el paisaje digital estándar de ese mundo de comentarios (un mundo que incluye a un ejército de salvación hecho de moderadores y censores siempre al borde del colapso). Sin embargo, la verdadera pregunta tal vez sea otra: antes de que Internet facilitara todas las ventajas del anonimato y la instantaneidad, ¿funcionó el libre intercambio de opiniones de manera distinta? ¿Tiene sentido, por lo tanto, esperar que cambie?

Internet podría servir casi como la prueba de que, en principio, esa esperanza puede empeorar. Algo que entienden bien los terroristas de ISIS cuando, por ejemplo, transforman a los 1.000 millones de usuarios de YouTube en espectadores directos de sus crímenes. Pero en una escala de agresividad menos terrible y más cotidiana, los comentarios que germinan a cada segundo en diarios, foros, blogs y casi cualquier plataforma online, por no considerar las estadísticas en redes sociales sobre los trolls –usuarios cuya única finalidad es irritar a otros–, también parecen dejar en claro que el entendimiento mutuo entre las personas en la red no es más que una fantasía.

 
¿Hay mucha diferencia entre las irritantes ofensivas de los trolls, maestros de la injuria, y las broncas que se ven en una reunión de consorcio?
 

 
En ese sentido, vale la pena recordar al politólogo y ensayista inglés, John Gray, cuando señala que por mucho que la tecnología y el progreso avancen, ni la historia de la Humanidad ni las formas de relacionarse de las personas se convirtieron nunca en una “sucesión virtuosa de perfeccionamiento”. De ahí que, para pensadores como Gray, la idea del “progreso humano”, tal como lo entienden Sir Tim Berners-Lee o el inventor de Facebook, Mark Zuckerberg, convencidos de que las personas van a llevarse mejor porque están unidas, resulte apenas una versión distinta de fe en un mundo que no existe.

El poder de la negatividad. Mucho de ese complejo debate decanta sin tantas palabras cuando, entre los comentaristas digitales, y más allá del contenido que sirva de excusa, alguien interviene con urgencia para escribir cosas al estilo de: “A sentarse en primera fila. Primer Comment!!!”. Ahora bien, la clave del problema no está en lo absurdo de un comentario que no dice nada coherente, ni en un comentario donde se insulta a alguien desconocido o famoso sin motivo, u otro en el cual se desatan las más delirantes fantasías paranoicas. Lo que une esas variantes comunes entre los comentaristas seriales, la clave que las hace factibles dentro de una lógica común –la lógica del comentario en Internet– es su negatividad. Es decir, su capacidad para desplazar lo que va en un sentido hacia otro distinto. ¿Pero para qué sirve esa negatividad? En principio, al menos, para ridiculizar a quienes se sumergen indignados entre los comentarios para exigirles seriedad, responsabilidad o criterio. Pero antes conviene hacer un poco de historia.

Si la forma más primitiva de negatividad en Internet fue el comentario, y si su aparición alimentó desde entonces distintos abordajes psicológicos y periodísticos –donde se habla de “reinvención de la ecología de los contenidos” o “el fin de la verdad”–, la naturaleza negativa de los comentarios logró, por otro lado, una potencia que hasta hoy es también un problema.

Se trate de medios profesionales o amateurs, de celebridades mundiales o de amas de casa, todos aquellos que expresan algo en la web tienen que resignarse de una manera u otra al poder de los comentaristas. Y no sólo porque, a pesar de lo poco que parezcan aportar, los comentaristas son un caudal importante de las audiencias digitales, sino porque cualquier intento de eliminarlos o controlarlos a través de normas, registros y castigos implica un delicado debate sobre la libertad de expresión y la censura en Internet. Y, aún así, ¿quién desea realmente que la fricción incontrolada de los comentaristas desaparezca?

Un ejemplo de esa paradoja es la forma en que se debaten en la web asuntos políticos y económicos concretos cuando, al mismo tiempo, se debaten en los espacios institucionales reales. ¿Cómo repercute en Internet una discusión parlamentaria sobre impuestos a los 0 km –por mencionar un asunto menos incandescente que las tarifas de los servicios públicos, el aborto o la pena de muerte– dentro de un foro online creado por miles de interesados en la industria automotriz? Lo habitual es que, en esos casos, los comentarios no sólo se multipliquen: también se multiplican los usuarios, tanto los que están sospechosamente en favor como los que están sospechosamente en contra, mientras aumentan los “muros compartidos” en Facebook y los “tweets” replicados en Twitter.

En un debate hipotético sobre los impuestos a los 0 km, ¿quién tiene más chances de argumentar y persuadir a una audiencia para la que ninguna jerarquía vale nada? ¿Alguien que sabe sobre lo que opina (el gerente de una fábrica de autos, digamos) o alguien sin conocimiento pero entrenado en la retórica del comentario digital?

En definitiva, se incrementan la audiencia y la rentabilidad de los espacios digitales por los que esas opiniones circulan. Pero eso no es todo. La otra cara del mismo asunto aparece en lo que suelen repetir políticos, estrellas mediáticas y periodistas cuando lo confrontado por los comentaristas son sus opiniones (en otras palabras, el impacto de lo que los especialistas en Internet suelen definir como “la democratización del saber”). ¿Y no es desde ahí que los millones de comentaristas fermentando en la web insisten en que la experiencia, finalmente, tiene más peso que la autoridad? La trampa, sin embargo, es que esa “experiencia” que reivindican los comentaristas no es una experiencia referida al asunto sobre el cual expiden soluciones brillantes (o condenas terminales), sino una experiencia referida a la forma misma de comentar en Internet. Y, en este punto, la diferencia es importante.

Volviendo a un debate hipotético sobre los impuestos a los 0 km, ¿quién tiene más chances de argumentar y persuadir a una audiencia para la que ninguna jerarquía vale nada? ¿Alguien que sabe sobre lo que opina (el gerente de una fábrica de autos, digamos) o alguien sin conocimiento (ni interés) pero entrenado en la retórica aleatoria y acusatoria del comentario digital? Entre estos últimos, anónimos e incansables, están los trolls. Maestros de la injuria y el delirio, en un país con el 60% de la población conectada a Internet, como Argentina, los trolls se alimentan rápido y hasta han llegado a profesionalizarse. Los partidos políticos los tienen, las celebridades los tienen e incluso las marcas de autos (y los trolls que no prestan sus servicios a cambio de algo, actúan al azar y por el placer de la batalla).

Pero, ¿son entonces los comentaristas agresivos un fenómeno nuevo? Con John Gray en mente una vez más, cualquier reunión de consorcio sirve para constatar que, con o sin excusas como el anonimato o la instantaneidad, la naturaleza humana tiende desde hace mucho a entregarse a placeres intelectuales más sensuales y entretenidos que la reflexión. Lo cual no resuelve, todavía, el sentimiento de tristeza y decepción entre quienes esperaban de Internet algo mejor para el mundo.

Despojados de las viejas investiduras del saber, ¿qué privilegios quedan para las opiniones nutridas del verdadero conocimiento? En este punto, Internet avanza mientras las teorías se construyen. ¿Resta tener algo en cuenta? Primero, tal vez, que proclamar la sinceridad personal no es un sinónimo de verdad. Y segundo, que el único acontecimiento valioso en un espacio de discusión no depende de la agresividad o la beatitud de los involucrados, sino de lo que puedan ofrecer a la inteligencia. ¿Pero no es esta precisamente la más “antigua novedad” señalada por el nuevo mundo de los comentaristas online?

http://www.clarin.com/viva/web-convierte-club-pelea_0_1621637985.html

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