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Fernanda Sández, PARA LA NACION, DOMINGO 05 DE JUNIO DE 2016
El mapa, desplegado frente a una veintena de estudiantes universitarios, parece uno de América Latina en versión Minecraft, porque está lleno de cubos de distintos colores. Los países han desaparecido y sólo quedan esos cuadrados (azules, verdes, amarillos) con los que el expositor ilustra el avance de las corporaciones mineras sobre nuevas (e insólitas) regiones de cateo. La selva más profunda, por ejemplo. Las zonas antes protegidas a rajatabla y que -ante el más mínimo temblor en el mercado de loscommodities- se vuelven no tan protegidas, justamente porque la caída en los precios internacionales se compensa indefectiblemente así: mediante el aumento en la producción, en más y más territorios entregados al extractivismo, sin importar si lo que se extrae son minerales, maderas, petróleo, agua o nutrientes del suelo.
Curiosamente (o no) muchos de los asistentes a esta charla sobre neoextractivismo dictada hace días por el especialista Eduardo Gudynas son extranjeros. Hay estadounidenses, alemanes, una chica sueca, un danés. Y queda claro que del tema conocen y mucho. Manejan experiencias, legislación, datos. Son claros exponentes, todos ellos, de esa preocupación por los bienes naturales comunes que caracteriza a todos los millennials. Pero, y al mismo tiempo, todos ellos son también exponentes de la madre de todas las contradicciones: celulares de última generación (y, anidando en casi todos ellos, corazones de coltán extraído de África en condiciones infames de explotación laboral) y preocupación (sincera preocupación) por la naturaleza. Tratando de no generar tantos desechos, de no sembrar de pilas la basura, de comprar menos. Pero, al mismo tiempo, sintiendo que todos estos gestos "micro" influyen poco y nada en las políticas públicas que podrían hacer toda la diferencia. En efecto, agregar la palabra "sustentable" a casi todo (arquitectura, ciudades, ingeniería) se ha convertido en un lugar común de la gestión política del siglo XXI. Más aún, en las democracias occidentales, el cuidado ambiental forma parte de la plataforma de los partidos políticos del tiempo que muchos llaman posideológico. ¿Pero puede la política avanzar en algo más que la declaración de principios y la corrección política? ¿Se puede ir hacia un mundo "más verde" sin cambiar de plano el sistema de producción y consumo que sostiene la misma sociedad que lo reclama?
"Somos una sociedad de doble moral, ¿por qué nuestros gobiernos serían mejores que nosotros?", se pregunta Adriana Amado, doctora en Ciencias Sociales, docente de la Universidad de Buenos Aires y autora del libro Política pop. "Los gobiernos van a empezar a preocuparse por la ecología -como pasó en el resto del mundo- cuando los costos de solucionar los estragos sean mayores que los costos de ignorarlos. Así pasó con el cigarrillo y con las emisiones, de hecho." Pero, también recuerda, "los riesgos ambientales no discriminan. El problema es que hoy, en la Argentina, hay una parte de la población que consume como si aún viviera en los años setenta y otra, mayoritaria, que consume como puede. En Europa, lo verde no es una elección: es un modo de entender todo lo demás".¿Y nosotros? Muchos vamos caminando por la misma maroma que los estudiantes presentes en la charla, tratando de combinar un "estilo de vida moderno" con la cada vez más apabullante información acerca de dónde, cómo y en qué clase de circunstancias se produjo eso que tocamos, comemos, vestimos. Muchos, en función de esos datos, apuestan por marcas que certifiquen estar libres de trabajo infantil, de esclavitud, de crueldad animal. Y las empresas, claro, han tomado nota. Sólo un ejemplo: en agosto del año pasado, la diseñadora Stella McCartney accedió a un video terrible en el que los empleados de una estancia argentina en la Patagonia degollaban con serruchos y desollaban vivos a los corderos. De inmediato, canceló el contrato con esa firma como proveedora de lana y la noticia dio la vuelta al mundo. Muchos otros consumidores, en cambio, y al modo de Bartleby, "preferirían no saberlo". Hasta que un día abren el diario y la verdad les salta directo a la nariz. El Rana Plaza fue uno de esos casos. Así, el día en que un edificio con ese extraño nombre ardió en la capital de Bangladesh, y devoró la vida de centenares de trabajadores, muchos comenzaron a entender cuál era el secreto detrás del bajísimo precio de la ropa que compraban en Europa y en Estados Unidos: personas que trabajaban quince horas, ganaban miserias y cosían en verdaderos palafitos de tela y cables, que finalmente ardieron. Otros ni siquiera tuvimos que ir tan lejos: apenas hasta Flores, donde -en abril del año pasado, en un taller clandestino no muy distinto- murieron quemados dos nenes de 7 y 10 años, entre pilas de ropa cosida para otros chicos menos inflamables que ellos.
Mudarse y lavar la cara
Al mismo tiempo, y desde hace años, aún los exponentes más impresentables y contaminantes de la industria se mudan al sur del mundo. Así lo comenta Antonio Elio Brailovsky (autor de Memoria verde): "Las industrias de alta tecnología se localizan en los países más desarrollados, dejando para los subdesarrollados una tecnología atrasada y de mayor contaminación ambiental. Así, hemos visto que la inversión foránea con sus factorías y plantas vician el medio ambiente de los ríos y lagos, atmósfera, campos y ciudades, arrojando desperdicios que poco tiempo después producirán daños irreversibles". Esto se funda en parte en lo que Enrique Viale, de la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas denomina "mito eldoradista". "En América Latina, desde el momento de la Conquista, la imagen de una naturaleza primigenia, abundante y extraordinaria fue acompañada de una visión productivista acerca del subcontinente como proveedor ilimitado de grandes recursos naturales. En consecuencia, se consolidó la idea de que la “ventaja comparativa” de la región estaba vinculada a la capacidad para exportar naturaleza. Y el mito “eldoradista rebasa cualquier barrera político-ideológica", dice.Al mismo tiempo, y especialmente en el caso de las empresas más contaminantes, se instala una ingeniosa operación discursiva gracias a la cual, a fuerza de tomar ciertas expresiones del ecologismo, vaciarlas de contenido y volcar allí nuevos significados, han logrado maquillar de verde absolutamente todo. Así, viejas empresas químicas se convierten mágicamente en "empresas de las ciencias de la vida", ex fabricantes de gases de combate devienen en factorías biotecnológicas, las megamineras se declaran "sustentables" y las empresas en general se esmeran por demostrar cuán "verdes" y amigas de las aves son. Pero según explica el presidente de la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable del Senado de la Nación, Fernando Solanas, la realidad es otra.
"Lo que ha sucedido en la Argentina es un verdadero desastre. Pensemos sólo en las petroleras: en Comodoro Rivadavia hay que tomar agua de botella porque toda el agua corriente está contaminada. Y si vas a Caleta Olivia, lo mismo. Acá en la Argentina se destruyó el Estado como entidad de control público y como aquel que debe velar por la salud de la población. Las empresas hacen lo que quieren. Porque si, por ejemplo, los yacimientos operan en lugares muy lejanos y que además están cercados, ¿qué control puede haber ahí? Antes del derrame en Veladero el año pasado, hubo otros tres derrames anteriores. Pero la complicidad fue tan grande que los mantuvieron ocultos, poniendo en riesgo la salud de esa población que tomó esas aguas durante todos estos años", alerta Solanas.
Lo verde vende
El discurso "ecológicamente correcto" se convierte así en una pátina que recubre el daño evidente. A menudo no es sólo la industria sino también los mismos gobiernos quienes se envuelven en una bandera de hojas e instalan una florida "agenda verde", a la vez que toleran y hasta profundizan el proceso de deterioro en marcha. A sólo 11 días de asumido el poder, de hecho, el nuevo gobierno fijó en 0% las retenciones a las exportaciones de oro y plata, medida reforzada luego por otro decreto (el 349).
Esto bien se podría inscribir dentro de un nuevo orden de cosas que en su artículo "El consenso de las commodities" la socióloga Maristella Svampa caracteriza como un neoextractivismo que "instala una dinámica vertical que irrumpe en los territorios y a su paso va desestructurando economías regionales, destruyendo biodiversidad y profundizando de modo peligroso el proceso de acaparamiento de tierras, al expulsar o desplazar a comunidades rurales, campesinas o indígenas".
El pretexto es el mismo de siempre: el destino inevitable de la nación como exportadora de naturaleza. "La economía minera continúa su camino de más de una década en la Argentina y lo mismo pasa en todos los países de América Latina. Es una economía de extracción, marrón. Es una economía podrida", acota Walter Pengue, economista ecológico, docente de la UBA y magíster en Políticas Ambientales. "Las sociedades y sus clases políticas impulsaron un sistema de crecimiento económico que no se detuvo a mirar el resultado de sus impactos sociales, ambientales, ecológicos y biológicos. El eje que prima es el del simple crecimiento económico, la acumulación y la subvaluación de cualquier tipo de daño, sea ambiental o social."
La discusión acerca del modelo de desarrollo -es decir, el paso más audaz para convertir un discurso verde en una política pública- queda pues suturada antes de comenzar porque "siempre hemos hecho esto". Siempre hemos exportado materias primas (antes trigo y carne, hoy minerales y soja) y ahora, como mucho, podemos soñar con un módico upgrade: pasar de ser "la despensa del mundo" a ser "el supermercado del mundo"? Aun cuando la nacionalidad del súper más cercano de casa diga que el mejor candidato a quedarse con ese puesto no es la Argentina, precisamente.
Pero también hay, y desde hace años, intelectuales que imaginan alternativas. Entre ellos, tal vez uno de los más interesantes sea el economista francés Serge Latouche, quien desde 1992 viene alzando su voz a favor del decrecimiento. Lo que Latouche sostiene es que a la velocidad con la que avanza el imaginario tren del progreso -economías cada vez más grandes, dadas a consumir y descartar a la velocidad de la luz- no puede más que terminar en choque con incendio. "Para pensar que se puede crecer infinitamente en un mundo de recursos finitos, una de dos: hay que ser un loco o un economista", suele escuchárselo bromear acerca de su propia profesión.
Deseable, posible, inviable
"Volver a la tierra" es la clase de expresiones que tiene, para muchos, la densidad intelectual de un cantito de cancha. No pasa, aseguran, de un mantra de neohippies que han cambiado la guitarra por el Android. Sin embargo, y para quien quiera verlas, las señales ya están ahí. Van desde indicios tan lejanos como el llanto desconsolado del rey de Tuvalu por su reino naufragado (si la Tierra se sigue calentando a este ritmo, varias micronaciones como la suya desaparecerán en breve) o tan concretos como un avión que se hunde en la pista de despegue porque el calor derritió el asfalto, como cuenta Naomi Klein en Esto lo cambia todo, su investigación sobre el cambio climático. Evidentemente, la causa ambiental ya no se reduce a salvar cetáceos: hoy, como alguna vez se leía en un cartel de un manifestante en la Patagonia, "Las ballenas somos nosotros". ¿Se ha avanzado al respecto? Sí y no. "Hoy, por ejemplo, contamos con cátedras de agroecología en muchas universidades y más de 200 ordenanzas en todo el país para frenar las fumigaciones", explica Javier Souza Casadinho, ingeniero agrónomo y docente de la Universidad de Buenos Aires. "Todavía falta mucho, pero también se ha avanzado muchísimo", sostiene. Hace días, de hecho, se lanzó en Rojas la Red Nacional de Municipios y Comunidades que apoyan la Agroecología (ReNaMA). Allí, con el auditorio colmado, se discutieron desde casos hasta leyes, y todos (médicos, ingenieros agrónomos, ambientalistas, productores) compartieron sus avances. En la Argentina, el caso del establecimiento La Aurora, que produce desde hace tres décadas sin utilizar plaguicidas, fue elegido por la FAO como una de las 52 experiencias más destacables del mundo en la materia.
Con avances y retrocesos, lo que resulta cada vez más obvio es que la sola idea del crecimiento eterno basado en recursos finitos es una falacia peligrosa. Que señalar eso podría ser la plataforma de una verdadera ética verde para la política y los negocios. Que frente a un planeta que se agota (el 37,5% del suelo argentino sufre procesos de erosión, según El deterioro del suelo y del ambiente en la Argentina), la distracción es un gesto suicida. Casi como seguir mirando las vidrieras en un shopping que se derrumba.
http://www.lanacion.com.ar/1905104-correccion-politica-o-cambio-de-paradigmanota-de-tapa
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