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EUROPA
Los habitantes de Samos y los solicitantes de asilo enfrentan juntos condiciones que no pueden controlar, como el caos en Medio Oriente y la indiferencia de la Unión Europea.
Por Jason Horowitz, The New York Times, 10 de febrero de 2020
SAMOS, Grecia — En la ladera de una colina de Samos, la isla griega conocida por sus antiguas ruinas, coloridas aldeas de pescadores y su vino moscatel dulce, se encuentra un campamento de migrantes repleto y una ciudad en crecimiento que muchas personas califican como el campamento de refugiados más sobrepoblado y abrumado de Europa.
Giannis Meletiou, un abogado de 60 años, vive al pie de la colina. Un día, se montó en su camioneta y condujo unos cuantos cientos de metros por un camino estrecho y serpenteante con tiendas de campaña hacinadas a los costados. Saludó a unos niños, quienes se alegraron cuando lo reconocieron: él siempre les lleva sándwiches.
Luego pasó el campamento, protegido con alambre de púas y desbordado de personas, y transitó con gran estruendo por entre los árboles que los migrantes habían despojado de sus ramas y cuyos troncos habían cortado para hacer leña.
Llegó a la antigua propiedad de su familia, en un terreno con vista al mar y montañas nevadas y se quedó de pie sobre un rectángulo de piedra que le llegaba a las rodillas. Fue lo único que quedó de la casa donde se refugiaron sus padres durante la Segunda Guerra Mundial. Los migrantes se habían llevado las paredes de madera, las ventanas, las puertas y el techo. “Todo”, dijo encogiéndose de hombros.
Aproximadamente unos 6800 solicitantes de asilo están metidos en el campamento luchando contra las condiciones del clima y el terreno en los olivares y los bosques de pinos de la colina. Debajo, hay un pintoresco pueblo portuario que alberga a cerca de 6200 habitantes como Meletiou.
Juntos, los habitantes y los solicitantes de asilo comparten la peor parte de las tensiones que van más allá de su control: la deficiencia del gobierno griego, el trato indiferente de la Unión Europea, el caos de Medio Oriente y las maquinaciones geopolíticas de Turquía.
Además, muchas personas de aquí temen que este bello destino turístico —famoso por ser el lugar de nacimiento de la diosa Hera y del filósofo Epicuro— sea el escenario habitual en el futuro si el continente no se organiza.
Los migrantes están atorados, básicamente: están a la espera de que se apruebe su permiso para viajar a la Grecia continental y obtener su estatus de refugiado y buscar una nueva vida. Pero pocos del otro lado de la costa los quieren y el nuevo gobierno ha batallado para encontrar lugares que quieran acogerlos. Otros gobiernos europeos han cerrado sus puertas.
Las familias que viven cerca de la colina se quejan de que su forma de vivir está bajo asedio, de que tienen que encadenar sus muebles de exterior a las cercas y que cualquier cosa que se quede fuera —zapatos, ropa, los limones de los árboles— desaparece.
Las casas de veraneo han sido invadidas por quienes buscan frazadas, colchones, cortinas, cucharas y ollas. Han desaparecido puertas. En un caso, unos migrantes quitaron la duela del segundo piso de una vivienda.
Muchas personas del pueblo, como Meletiou, se solidarizan con el sufrimiento de los migrantes, incluso cuando este verano llegaron más personas en barco desde Turquía. El alcalde del pueblo, Georgios Stantzos, es un buzo apasionado que se ofreció como voluntario para rescatar a solicitantes de asilo y recuperar los cuerpos de los ahogados durante el momento más álgido de la crisis de 2015.
No obstante, en fechas recientes, captaron a Stantzos en un video de celular mientras arremetía contra los migrantes que vagabundeaban por la plaza principal. Se disculpó, pero en una entrevista sostuvo que el video no llegó a mostrar una manifestación furiosa de migrantes que bajaban a la plaza durante una celebración navideña para los niños poco antes de su arrebato.
“Yo respondí para que los ciudadanos no lo hicieran”, señaló, y añadió que le había suplicado al gobierno de Grecia que le ayudara cuando el campamento estalló en disturbios que amenazaban con ahuyentar a los visitantes de una isla que no puede vivir sin el turismo.
Pero había llegado a la conclusión “razonable” de que el gobierno estaba “sacrificando” su isla y otras más, incluyendo a Lesbos, donde la semana pasada la policía disparó gas lacrimógeno contra unos migrantes disgustados que marchaban hacia el pueblo para protestar por sus condiciones tan precarias.
Fuera del ayuntamiento de Samos, al lado del paseo marítimo salpicado de restaurantes de carne asada, cafeterías y agencias de turismo, los migrantes caminaban con sus hijos y pescaban en el puerto. Otros venían para comunicarse por videochat con sus familiares para evitar que estos se inquieten al ver las condiciones en las que viven.
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