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Por José Natanson, El DIPLO, EDICIÓN AGOSTO 2019 | N°242
Con una creciente presencia en casi todos los países, la tendencia a la judicialización de la política –la interferencia de los jueces en cada vez más áreas de la vida pública– tiene su origen en la construcción de los Estados de Bienestar de las socialdemocracias europeas y los populismos latinoamericanos de la posguerra, que sumaron al clásico menú liberal de protección de la libertad en sentido negativo (libertad individual y propiedad privada) un conjunto de nuevos derechos, denominados sociales, incorporados a los códigos legales e incluso, como sucedió en Argentina con la reforma de 1949 y el Artículo 14 bis (en 1957), a las constituciones. Este nuevo catálogo habilitó litigios y demandas vinculados a una amplia variedad de temas y abrió la oportunidad para un nuevo protagonismo de los tribunales.
Como sostiene el sociólogo Javier Couso (1), esta tendencia general adquirió especial intensidad en los países de la tercera ola de democratización. Luego de años y en algunos casos –como España, Portugal y, más entrecortadamente, Argentina– décadas de dictaduras, la sociedad depositaba en los jueces la esperanza de una rápida corrección de los desbordes autoritarios del pasado. En Argentina, la refundación democrática de 1983 le dio al Poder Judicial, que a diferencia de otros poderes del Estado conservaba intactos sus recursos institucionales, el impulso necesario para, amparado en esta nueva “cultura de derechos”, ampliar su radio de acción hasta niveles inéditos.
Aunque hoy lamentemos esta deriva, al inicio produjo efectos interesantes: un caso claro de activismo judicial positivo fue el Juicio a las Juntas y el desmadre posterior, cuando un conjunto de fiscales y jueces empoderados desbordaron los tres niveles de responsabilidad establecidos por Raúl Alfonsín y comenzaron a descender en el escalafón militar, lo que llevó al gobierno a intentar frenar el afán justiciero de los magistrados mediante las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
El protagonismo de los jueces se acentuó en países con diseños institucionales que propenden a dispersar el poder, por ejemplo con sistemas federales como el nuestro, o que incorporaron nuevos mecanismos legales, como el amparo elevado a rango constitucional en la reforma del 94. Y, más decisivamente, en aquellos países que cuentan con sociedades civiles capaces de organizar movilizaciones legales “desde abajo” gracias al impulso de estructuras especializadas de apoyo, ya sea en clave progresista (como, digamos, el CELS) o conservadora (como, digamos, el Colegio de Abogados de la Capital Federal).
Una simple revisión de la historia reciente confirma la relevancia del fenómeno. De hecho, muchas de las grandes reformas emprendidas desde la recuperación de la democracia, adoptadas por gobiernos democráticos con el apoyo de amplias mayorías legislativas pluripartidistas, como el Tratado del Beagle durante el alfonsinismo, las privatizaciones durante el menemismo y la Ley de Medios durante el kirchnerismo, terminaron definiéndose, en algunos casos por penales, en la Corte Suprema. Y en este sentido resulta interesante señalar que la impugnación judicial partió de los partidos que habían perdido el debate parlamentario o las elecciones, lo que confirma que los principales responsables de la judicialización de la política muchas veces son… los políticos.
Pero lo más grave de esta tendencia es su lado B. Si los jueces se vuelven cada vez más poderosos, si cada vez más cuestiones decisivas de la vida democrática terminan resolviéndose en los tribunales, entonces es lógico que los políticos intenten incidir en ellos. La contracara inevitable de la judicialización de la política es la politización de la justicia, el intento del gobierno –y de las agencias que dependen de él, en particular los servicios de inteligencia– de condicionar las resoluciones y los fallos. Y esto, se mire por donde se mire, es claramente un problema.
Tribunales SA
Aunque es difícil situar el origen, el punto exacto en el que se inició, todo sugiere que la justicia argentina comenzó a contaminarse a comienzos de los 90, cuando Carlos Menem ordenó una ampliación del número de integrantes de la Corte Suprema para garantizar una mayoría que funcionara como reaseguro de última instancia de su programa de reformas, y cuando su entonces secretario Legal y Técnico, Carlos Corach, decidió ampliar la cantidad de juzgados federales, aquellos que investigan temas sensibles como corrupción, narcotráfico y cualquier cuestión que involucre fronteras o terceros países, a los doce actuales, lo que le permitió nombrar a una serie de magistrados que años más tarde anotaría en la célebre servilleta, y controlarlos vía la SIDE de Hugo Anzorreguy. Nacía Comodoro Py.
Los gobiernos que siguieron –todos ellos– usufructuaron esta creación menemista. Ya totalmente consolidado, el “sistema Comodoro Py” operó a pleno durante el kirchnerismo, con todos sus Oyarbides, y se sumó a otras iniciativas tendientes a fortalecer la influencia del Ejecutivo en los tribunales, como la ley de conjueces, las modificaciones en la composición del Consejo de la Magistratura y finalmente el proyecto de reforma de la justicia, frustrado por decisión de la Corte.
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