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Lecturas para Pensar: "Aprender a pensar, a ser libres"

LECTURAS PARA PENSAR

"Aprender a pensar, a ser libres"

Un comentario que oímos a menudo, tanto entre profesionales y académicos como entre aquellos que son por completo ajenos a la filosofía, es el tan temido cliché: “La filosofía no sirve para nada útil”.

 

 

Interpretándolo, queremos creer que la filosofía no da dinero, que no representa un valor como el que podría tener un bien o un servicio. Y aunque es una cuestión más bien discutible, bueno... está ahí. Sin embargo, cada vez son más aquellos que sí ven en la filosofía un bien práctico. Tanto que incluso escapa a la validación monetaria, porque se sale de la escala.

Ya hemos comentado más de una vez en estas páginas que la filosofía, nos interese o no, es una parte inestimable del ser humano. Es la brújula que todos necesitamos para conocer quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, qué está bien y qué mal, y un sinnúmero de respuesta sin las cuales la existencia sería, sencillamente, imposible.

Otro de los conceptos que desde Filosofía Hoy siempre hemos tratado de combatir es la idea de que la filosofía ha de ser para una élite intelectual, superior, alejada por lenguaje, temática y disposición de la gente de a pie. Y si nos ponemos excelentes, de los más jóvenes, principal colectivo al que se le define como incapaz de apreciarla. Y aquí es donde llega lo bueno.

 

Filosofía escolar
Diversos estudios desarrollados en las últimas décadas se han encargado de desbaratar esta absurda idea, demostrando que la filosofía no tiene por qué estar enfrentada a la sencillez y la claridad, y que sus prácticas, lejos de ‘no aportar nada’, suponen una herramienta inestimable en las manos adecuadas, pues mejoran no solo al individuo que cae en sus redes, sino al colectivo de la sociedad.

Estudios como el llevado a cabo por la EEF (Fundación para Dotaciones Educativas) de Reino Unido, certificó que los talleres semanales de filosofía entre pequeños de 4 a 9 años daban resultados asombrosos en unos escaso lapso de tiempo de 2 a 4 meses. Los pequeños mejoraban su compresión lectora, sus habilidades en el cálculo y las matemáticas, su lenguaje y expresión. Los niños con este apoyo aprenden a razonar, a hacer un uso mayor y mejor de sus capacidades intelectuales que, a fin de cuentas, son el único arma que tenemos los seres humanos para defendernos ante las vicisitudes de la vida. Y no se trata solo de mejoras académicas.

El programa británico Philosophy for children (Filosofía para niños) certificó que, aparte de las asignaturas antes citadas, los pequeños conseguían mejorar en aspectos, si cabe, más importantes para su desarrollo como adultos: mayor sentimiento de autoconfianza y amor propio, mayor respeto hacia sus semejantes y las opiniones diferentes, mayor comprensión de la realidad de otras culturas, mejor vocabulario y capacidad argumentativa, curiosidad respecto al mundo que les rodea y automotivación, entre otras. Por si fuera poco, los datos demostraban que esta herramienta era especialmente eficaz en los casos de niños con algún tipo de desventaja (situación conflictiva, exclusión social, malas calificaciones, trastornos de personalidad, déficit de atención, etc.), pues les permitía impulsar sus dotes y no quedarse colgados en clases que, por la razón que sea, avanzaban más rápido.

Por tanto, parece claro que la filosofía ayuda a los niños a razonar, a preguntar, a buscar respuestas. Forma ciudadanos con la cabeza bien amueblada, capaces de entender, respetar y dar la importancia necesaria a las opiniones de los demás. Y eso, a día de hoy, es extremadamente importante de cara al futuro.

Y no se trata solo de ventajas para los alumnos, sino que también tiene un beneficio en el profesor. Dichas clases –que no son, como alguno tal vez imagine, clases de historia de la filosofía, sino algo más parecido al método socrático, en grupo– permiten a los maestros interactuar de un modo distinto con los niños, conocerles más en profundidad, aprender cómo motivarles, cómo guiarles y cómo desarrollar sus por el momento rudimentarias reflexiones. La mecánica es sencilla y suele seguir el mismo patrón: primero, la clase se sienta en círculo; después, el profesor, mediante un vídeo o una noticia o cualquier otro elemento, presenta un tema en torno al cual va a girar la clase; una vez hecho esto, se les da a los pequeños unos minutos para que se formen su propia opinión al respecto y se hagan preguntas; después, se les permite que se junten en pequeños grupos, dándoles algo más de libertad para que interactúen unos y otros; y finalmente, volver al círculo para, guiados por el profesor, compartir sus ideas con toda la clase, lo que ayuda, además, a que mejoren sus habilidades comunicativas, como hablar en público o desarrollar una buena proyección vocal.

Como vemos, no se trata de la típica clase de filosofía que todos hemos seguido (que también tiene sus ventajas), sino de un proceso más práctico en el que, como explican cada mes en nuestras páginas nuestras colaboradoras de Equánima, el profesor actúa como guía filosófico para los niños.

Francia es uno de los países donde el asesoramiento filosófico para niños es más común, sabiendo cómo sacar provecho de las virtudes prácticas de la filosofía. Así, existen en determinados lugares centros de la conocida como ZEP (Zona de Educación Prioritaria) que se diferencian de otros centros en que están dotadas con más fondos para conseguir minimizar el impacto del fracaso escolar, restableciendo la igualdad de oportunidades entre los alumnos, y en general, dando un empujón a aquellos que tienen menos o les cuesta más.

Precisamente en el país galo se emitió hace unos años el documental Solo es el principio, de Jean-Pierre Pozzi y Pierre Barougier, que seguía las peripecias diarias de una clase de filosofía para niños en Le-Mée-sur-Seine y sus profundos –y descacharrantes– razonamientos: “-Por qué es inteligente tu mamá? -Porque guarda la Nutella fuera de la nevera”, “-Cómo se puede ser rico? -Con amigos. Así te sientes bien”. Si es que tenemos mucho que aprender...

 

¿Pueden filosofar los niños?
Recordemos que Sócrates preguntaba a todo tipo de personas de cualquier condición social, desde ancianos hasta púberes, desde políticos y sofistas eminentes hasta artesanos o esclavos. Montaigne y Locke defendieron dialogar filosóficamente con niños, pero hasta que el norteamericano Matthew Lipman no desarrolló en el siglo XX una colección de diálogos socráticos para filosofar en el aula desde infantil hasta bachillerato, no se demostró fehacientemente que los niños no solo podían filosofar (muchas veces mejor que los adultos), sino que debían hacerlo, pues así desarrollarían el pensamiento crítico, el creativo y el cuidadoso, tan necesario para formar ciudadanos responsables y participativos.

Lipman (igual que su maestro John Dewey) sabía que es imposible que se dé una democracia de calidad si sus ciudadanos no asumen los principios democráticos que la sustentan. Sin ciudadanos críticos es imposible que se dé una democracia que merezca tal nombre; sin personas reflexivas no es posible conseguir adultos psicológicamente estables y maduros.

El diálogo socrático sistemáticamente desarrollado (tal como se practica en el movimiento de Filosofía para niños que fundó Lipman o en otros movimientos inspirados por él) se preocupa de desarrollar las capacidades personales y sociales de los individuos para que se conviertan en personas libres y responsables, igual que hizo en su día Sócrates con los atenienses (de hecho, el último informe de la UNESCO de 2011 sobre la situación de la filosofía en el mundo se titulaba, precisamente, La filosofía, una escuela de libertad). O, como lo diría Foucault, de cuidar del alma (hoy hablaríamos de la interioridad o personalidad) de uno mismo y de los demás, de preocuparse por lo que verdaderamente importa, y no tanto por lo superfluo, como el placer, las riquezas, el poder o la fama. Así que, si no queremos una sociedad compuesta por idiotas (en el sentido antiguo del término: aquellos que se desentienden de lo público) o zombis, deberíamos permitir que los niños filosofen.

 

Adolescencia filosófica
¿Por qué soy como soy? ¿Por qué pienso lo que pienso? ¿Por qué tengo la ideología que tengo? Esas son, dice el profesor Emilio Lledó, las preguntas esenciales que se hace cualquier adolescente y que coinciden con el sentido de la filosofía como razón crítica.

La filosofía es inherente a la adolescencia como la adolescencia es coherente a la filosofía. En cierto modo, todos los hombres y mujeres somos filósofos porque nunca superamos del todo, afortunadamente, nuestra crisis de adolescencia.

En el aula, cuando un alumno se enfrenta a esas preguntas, enseguida percibe que no tenerlo todo siempre claro nos enriquece y que ese es el camino del conocimiento. La actitud filosófica supone hurgar en nosotros mismos y en nuestros alrededores llevándonos a formular preguntas de forma adecuada e imaginativa para poder desarrollar nuestras capacidades como seres pensantes y autónomos.

“Ya no puedo dejar de pensar”, me dijo un día un alumno. El lugar común entre la filosofía y la adolescencia es el momento en el que uno descubre la vigencia del adagio clásico de que es mejor vivir toda la vida atado a una piedra, a la piedra del pensamiento, que ser esclavo de Zeus.

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Fuente: FilosofiaHoy.es

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